Crítica:PURO TEATRO

El patrón Veronese

El director argentino va directo al tajo -visión concreta, eficaz, urgente- en sus versiones de Ibsen. Ofrece verdad intensa y ágil, "sentimiento y asombro, lo que realmente busca la gente"

Llegará un día que durará años, un día que está llegando ya, un día en que se impondrá lo de Veronese, el patrón Veronese, porque el público empieza a estar más que harto de tinglados pomposos y carísimos, de latazos con pretensiones y rompecabezas sin solución, harto de salir de una función diciendo "la escenografía es impactante" en vez de decir "esto es verdad", o no decir nada porque te has quedado sin palabras. Digo que ese día está llegando ya porque Veronese y su banda han estado en Salt, en Temporada Alta, con programa doble y doble reparto, con sus versiones más centrípetas que centrí...

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Llegará un día que durará años, un día que está llegando ya, un día en que se impondrá lo de Veronese, el patrón Veronese, porque el público empieza a estar más que harto de tinglados pomposos y carísimos, de latazos con pretensiones y rompecabezas sin solución, harto de salir de una función diciendo "la escenografía es impactante" en vez de decir "esto es verdad", o no decir nada porque te has quedado sin palabras. Digo que ese día está llegando ya porque Veronese y su banda han estado en Salt, en Temporada Alta, con programa doble y doble reparto, con sus versiones más centrípetas que centrífugas de Hedda Gabler y Casa de muñecas, y la gente no ha salido hablando de muebles o pantallas sino de emociones, de grandes actores, de talento. Una voz, a mi lado: "Es la primera vez que no me aburro con Hedda Gabler". Se impondrá el patrón Veronese porque ofrece verdad intensa y ágil, ofrece "sentimiento y asombro, lo que realmente busca la gente", como dice el asesor Brack (Fernando Llosa) en Hedda, y el raro prodigio de estar haciendo un teatro "experimental y popular", como el libro triunfal del enfebrecido Lovborg (Marcelo Subiotto). Está claro, de entrada, que Veronese no necesita "escenografías impactantes": las dos funciones se dan en un decorado prestado (el de Budin inglés, de Ariel Vaccaro), un panel en ángulo talmente de teatro amateur. Ejes del patrón: concentración, velocidad. Hedda dura una hora y diez; Casa, una hora veinte. Es una reducción, sin duda, pero están todos los conflictos en carne viva. O casi todos: la semana próxima les hablaré de Casa, de lo mucho que obtiene y de algunas cosas que se deja en el camino. Veronese va directo al tajo. Visión concreta, eficaz, urgente. Todo está al borde del despeñadero, todos están ya contra la pared, como si sus montajes empezaran siempre por el segundo acto. Puede hacerlo porque el texto lo pide, como ya lo hizo con Chéjov. Con los personajes de Ibsen pasa lo mismo. No es que sean introvertidos, ni que guarden grandes secretos en el fondo de su alma. Esos clichés nos han dado largas horas de tedio. No: lo dicen todo, tienen prisa por decirlo porque sus pasiones son imperiosas, el problema es que no se escuchan, nunca se escuchan. Por eso Veronese hace que se pisen los parlamentos, se corten los monólogos. No hay tiempo, la vida se les escapa. Veronese coloquializa los pasajes más retóricos, escribe breves desarrollos paralelos, añade insertos. Como la proclama de Sam Fuller en Pierrot le Fou (allí aplicada al cine, aquí al teatro) que cierra el espectáculo: "La escena es un campo de batalla. Amor, odio, acción, violencia, muerte. En una palabra: emoción". Siempre me han hecho arrugar la nariz esas herramientas (condensación, coloquialización, velocidad, añadidos) pero aquí funcionan de perlas porque las maneja una mano maestra que jamás traiciona los sentidos originales. Veronese juega por los lados sin perder nunca de vista la diana básica. Los personajes de Hedda viven en el escenario de un teatro porque no han encontrado casa; Brack, el consejero, es un asesor escénico. Veronese organiza ese dispositivo porque le divierte, sin elevarlo a tremenda metáfora, y apunta, como con una pistola de chocolate, a una verdad posible: Hedda Gabler es una criatura esencialmente teatral, una directora frustrada que quiere convertir su vida (y las de quienes le rodean) en una sucesión de puestas en escena. Es una mujer excesiva (Brack: "Mire esa casa: parece verdad. Mire a esa mujer: parece mentira") que se equivoca de obra, ahí está el detalle: un personaje de Coward que se va a vivir a una obra de Ibsen y acaba convertida en una criatura de Strindberg. John Cale la describió con una certerísima frase, digna de sir Noel: "A very funny face tired of the human race"; y la última parte, a tres -Hedda, Tesman, Lovborg- parece, realmente, Acreedores. Veronese imprime al primer tercio el ritmo de una comedia de enredo, con sus frases ingeniosas que estallan como disparos anticipados o portazos de vodevil, y Silvina Sabater interpreta a la arpía como una Rosalind Russell porteña (o sea, bitch al cuadrado), hasta que emerge con claridad su código nihilista, su feroz subtexto: "Si no puedo ser, destruyo. Si no puedo tener, destruyo. Si no puedo desear, destruyo". Marcelo Subiotto clava el núcleo de Lovborg, ese poeta lírico con dientes de peligroso depredador. Claudio Da Passano (Tesman) y, sobre todo, la fenomenal Elvira Onetto (Thea Elvstad) están divertidísimos pero nunca caricaturizados: Veronese sabe que no se les puede despojar de su fuerza última, de su condición de supervivientes natos. Y sabe también que la conclusión ha de darse en clave de tragedia grotesca, porque las puestas en escena de la pobre Hedda le salen como el orto: el manuscrito quemado, la gran muerte del amante maldito, todo acaba como una broma negra sobre los absolutos románticos.

'Hedda Gabler' dura una hora y diez; 'Casa de muñecas', una hora veinte. Es una reducción, pero están todos los conflictos en carne viva

Las adaptaciones (o reinvenciones) del director argentino suelen gastar títulos marcianos e irónicos, a veces certeros, a veces laterales. Esta versión de Hedda se llama, toma castaña, Todos los grandes gobiernos han evitado el teatro íntimo. Reflexión palmaria: el Estado, nos dice el asesor Brack, tiende a apoyar el escaparate, el ande o no ande la burra grande, casi nunca el teatro que propugnaban Ibsen, Strindberg o el propio Veronese, que se costea sus proyectos con lo que suele ganar con encargos de los "circuitos comerciales". Cierto que un teatro, oficial o comercial, no podría pagar ensayos de cuatro o seis meses, los que necesita para levantar espectáculos tan vivos y trabajados como éstos, y que sus actores, todos de primerísima fila, también suelen vivir "de otra cosa"; cierto que podemos verlos en España gracias al dinero público de Temporada Alta o del Festival de Otoño (apunten: Cuarta Pared, del 5 al 8 de noviembre). Lo dicho: la semana próxima sigo con El desarrollo de la civilización venidera, segunda parte del díptico, y también con Al cel, el suculento retrato de Verdaguer a cargo de Albertí/Comadira, en el Espai Lliure. -

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