Reportaje:

Malva-rosa, crisis pasada por agua

La playa de Valencia se llena cada día en un verano de dificultades

Es hora de canícula fuerte y a una señora mayor le ha dado un síncope en pleno paseo de Neptuno, ese que tiene las palmeras sin sombra, y allí que llega a toda velocidad por la zona peatonal la furgona del SAMU, con sus tres sanitarios en el asiento delantero, a socorrer a la ciudadana. Se monta un corrillo de curiosos, color salmonete, para ver el espectáculo. Pero aquí en la playa valenciana y en pleno verano hay movidas para elegir. El paisanaje es variopinto y muy estimulante. Menudea un cosmpolitismo playero que ya quisieran para sí ciertos horteras eventos. El llauro en su bicicle...

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Es hora de canícula fuerte y a una señora mayor le ha dado un síncope en pleno paseo de Neptuno, ese que tiene las palmeras sin sombra, y allí que llega a toda velocidad por la zona peatonal la furgona del SAMU, con sus tres sanitarios en el asiento delantero, a socorrer a la ciudadana. Se monta un corrillo de curiosos, color salmonete, para ver el espectáculo. Pero aquí en la playa valenciana y en pleno verano hay movidas para elegir. El paisanaje es variopinto y muy estimulante. Menudea un cosmpolitismo playero que ya quisieran para sí ciertos horteras eventos. El llauro en su bicicleta, con sombrero de paja y caliqueño en la comisura, que ha venido de Alboraia a ver tías buenas, los rastas trotamundos que hacen esculturas en la arena y, desde luego, los chulos y chulas de playa, que esa es especie consuetudinaria.

Los de los chiringuitos bostezan bajo sus carpas Menudea un cosmpolitismo que ya quisieran ciertos horteras eventos
Los locales del paseo han desvirtuado el añejo espíritu de la playa Esa playa eterna le sigue dando sentido a coger el tranvía a la Malva-rosa

"Tendría que haber visto usted, el otro día, la estampida que se organizó en el paseo cuando la Policía Local comenzó a correr tras los africanos de los DVD; en la persecución, los agentes derribaron a una anciana, ya ve; pero sucede a diario; con lo poco que les costaría poner a un solo agente de patrulla para evitar esos tumultos. Escríbalo, hombre, a ver si Rita me hace caso; un patrullero a piñón fijo y se acaban los líos con los pobres africanos del top-manta", reclama una vendedora de artesanías de origen argentino. Junto a ella, un grupo de elegantes mujeres africanas espera clientes para la venta de objetos de recuerdo. No parece haber mucho negocio y los de los chiringuitos bostezan bajo sus carpas.

El Ayuntamiento ha puesto este año orden en las casetas de venta y todas tienen el mismo aspecto de jaima un tanto VIP. No muy lejos de allí Casimiro, vendedor de panochas torradas, dice que la cosa está muy cruda. "Los turistas compran una y piden que la parta en dos; es la repera, y las vendo a dos pavos". Jaira, empleada en uno de esos bunkers-restaurante que afean el paseo, asegura que lo de la crisis "se nota un montón. No compran un bocata ni muertos; se traen bolsitas y se meten en la playa; aquí sólo piden agua".

Cae el sol a plomo a las cinco de la tarde y no se ven muchos nadadores. En un panel se lee: "Esta playa tiene instalada una webcam con imágenes en tiempo real"; uno queda alucinado, no por el sol cruel, sino ante el enigma órfico de para qué demonios querrán ese trasto y donde estará ubicado. Acaso un inspector Gadget bajo el agua con su periscopio. Aunque bien es verdad que la alta tecnología de la comunicación es omnipresente en nuestra sorollesca playa.

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A menos de cincuenta metros de la orilla espumosa se elevan unos postes, al final de los cuales hay unos altavoces como esos de los campos de refugiados. De vez en cuando - y entre el fragor de las olas, los gritos de la chiquillería feliz, las sirenas policiales y de ambulancias- suena un ding-dong como de estación de autobuses y una voz femenina declama en ortodoxo castellano: "Se informa a los señores bañistas que tenemos a su disposición pulseras localizadoras por si se pierden los niños. Disfrute de la playa con seguridad". La repera. Y alquilar una sombrilla casi llega a los tres euros; por eso se ven pocas.

En el paseo sigue el espectáculo; un grupo de chicas se baña en la fuente con forma de velero que mira a levante y es fea con ganas pues parece realizada con los restos del hormigón que les sobró del paseo. Dos agentes femeninas de la Local se acercan raudas en sus bicis: "Esto es una fuente pública, no una piscina, así que andando". Las niñatas están de suerte porque eso es cosa de multa.

Lo cierto es que el despliegue de efectivos sanitarios y policiales en la playa es apabullante. Aquello parece una convención de vehículos de emergencia. Los polis se pasean ufanos en unas motos de esas de tres mega ruedas, que no se sabe qué harán con ellas. Hay un camión de caballos de la Nacional, pero no se ve a los jinetes por parte alguna. Los muchachos y muchachas de la Cruz Roja, genuinos héroes de la playa, sudan la gota gorda oteando el horizonte desde sus atalayas y disponen de zodiacs y todo tipo de tecnología para socorrer a los incautos. Se niegan a dar detalles las muchachas de la Local, "no podemos decir nada, pregúntele al jefe". Pero la posta de la policía, que es un contenedor, está cerrada a cal y canto. "¿No se asan ustedes ahí dentro?"; las chicas ciclistas de azul sonríen.

Un vendedor de artesanía marroquí que sufre la crisis como nadie pone al mal tiempo buena cara. Tiene historias que contar sobre los servicios playeros. Cuentan él y sus amigos entre risas como el lunes pasado unos manguis birlaron un bolso a una pareja.

Los ciudadanos testigos alertaron a la Local, siempre a mano, pero ésta tenía, por inextricables protocolos, que llamar a la Nacional para la detención, así que entre pitos y flautas, los rateros se esfumaron tan ricamente ante las narices de la descoordinación.

Aunque todo el mundo lloriquea con la cantinela de la crisis, la gitana que vende pañuelos asegura que empiezan a llegar madrileños a mogollón. "Oiga y eso es negocio, aunque compran mucho más los extranjeros".

En los casi dos kilómetros y medio la de playa de la Malva-rosa y El Cabanyal no cabe un alma. Los que sí están casi como si fuera enero son los restaurantes y cafeterías. Esos cubos clónicos, todos igualitos, como blocaos surrealistas frente a un invasor virtual en lontananza; edificios sin interés por el sky line de la playa y que han desvirtuado sin remedio el añejo espíritu de la playa.

"Cuando los hicieron, no respetaron ni la antigua estructura de los chiringuitos que había en la arena, con sus pulpos secos colgando de los cañizos. Si don Joaquín Sorolla levantara la cabeza...", se lamenta Pedro, un jubilado de la Ford, que mata la tarde sentado en un banco de cemento. Porque aquí, quitando las palmeras y la arena de la playa "fina y dorada", como dice la publicidad municipal, todo es cemento.

Hay tres turistas franceses sentados en el paseo. Se les pide un comentario sobre lo que no les gusta. "Mire, ¿ve aquel armario que hace de WC? Pues no hay agua ni papel. Eso no nos gusta; pero España es caóticamente maravillosa..."

A manera de prólogo, o de bofetada estética, según se mire, señorea el paseo de Neptuno el hotel de Las Arenas; han bajado los precios pero aun aseguran que un jotabé en el bar puede costarte lo que una novela de Larssen. Por eso, muchos clientes van al bar de Bruno, 117 del Mar se llama, ubicado en un lugar estupendo, donde antaño, cuando la vieja movida de los ochenta en las playas, la Malva-rosa era un desfase y ese chaflán estaba pintado de rosa.

Después del hotel donde se alojó el piloto de fórmula 1 Hamilton, el paseante se topa con una especie de mausoleo, de hormigón por supuesto, que es el homenaje a nuestro actor Antonio Ferrandis. Lo malo es que el perfil en hierro envejecido del actor más recuerda a Sigmund Freud que otra cosa. Pero ahí está, ese ángel alado que quiere ser modernista pero se queda en algo un poco imperial; a pocos kilómetros del chalé de Blasco Ibáñez, que eso sí, no hay una ninguna indicación en el paseo para animar a ir a verlo. La crisis se nota en las playas pero la cosa no es grave; bañarse aquí, en uno de los arenales más extensos de Europa, petado de servicios, es gratis; lo que está más crudo es el asunto de la fórmula 1 para finales de este mes de agosto. En la tertulia de taxistas que se arremolinan a la puerta de ese hotel que parece la residencia de verano del rey de Marruecos y altera la visión de los barrios marítimos, las opiniones son agoreras. "Este año lo de la fórmula 1 será un fracaso si no viene Alonso". Otro sentencia: "Un colega me ha dicho que de las 130.000 plazas previstas sólo se han vendido 20.000 o 30.000.¿Y ahora qué?"

"Aunque usted vea la playa petada de personal, ahí donde los ve nadie gasta un duro. ¿sabe que se ha disparado la venta de neveras portátiles? Es todo un síntoma".

Todo parece más aceptable bajo el sol valenciano de la tarde. Hasta las grúas y depósitos del puerto que afean sin remedio el perfil sur de la playa. "Dispone usted de una playa de la Malva-rosa con una extensión de mil metros y otra de El Cabanyal con 1.200. El tipo de arena es fina y dorada. Hay alquiler de sombrillas, tumbonas y patinetes acuáticos" y, lo nunca visto, "biblioteca en la playa frente a la posta 1". Dirán lo que quieran pero en cultura playera no nos vamos a quedar cortos.

Cuando la luna creciente de estos días se aleja de la playa para emigrar a poniente, las familias de los barrios marítimos, humildes y solidarias, se reúnen entre los recodos del cemento y los aparcamientos para hacerse su ancestral soparet de butifarras en tomaca. Y eso es lo bueno, frente a los urbanistas que se pasan de listos, están los cabanyaleros que ocupan su espacio de disfrute veraniego. Esa es la playa eterna. La que le sigue dando sentido a coger el tranvía a la Malva-rosa.

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