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Cualquier enfrentamiento entre el Real Madrid y la Juventus trae consigo el dulce aroma de una noche de primavera de 1998, cuando el conjunto blanco conquistaba de forma heroica la séptima Copa de Europa. Un hito especial en la laureada historia del Madrid. Duelo que sirvió además para que el Sánchez Pizjuán registrara la mejor entrada de la Copa de la Paz, un torneo de escaso calado en Sevilla, que ayer se sobró para proporcionar escenas inusuales en la ciudad, plasmadas sobre todo en la abundante presencia de aficionados del Madrid, cuyo tirón se dejó notar en la ciudad. Con la enorme fue...

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Cualquier enfrentamiento entre el Real Madrid y la Juventus trae consigo el dulce aroma de una noche de primavera de 1998, cuando el conjunto blanco conquistaba de forma heroica la séptima Copa de Europa. Un hito especial en la laureada historia del Madrid. Duelo que sirvió además para que el Sánchez Pizjuán registrara la mejor entrada de la Copa de la Paz, un torneo de escaso calado en Sevilla, que ayer se sobró para proporcionar escenas inusuales en la ciudad, plasmadas sobre todo en la abundante presencia de aficionados del Madrid, cuyo tirón se dejó notar en la ciudad. Con la enorme fuerza del mensaje de Florentino Pérez, la estelar irrupción de Cristiano Ronaldo y las ganas de espectáculo de los aficionados, el Madrid conquistó el Sánchez Pizjuán, feudo irreductible de pasión sevillista.

Por eso extrañó mucho observar cómo rugía el estadio en cada bicicleta de Cristiano, con la potencia de Benzema o la exquisita clarividencia de Guti. Como en una resurrección futbolística de la Guerra Fría, dos concepciones radicalmente distintas del juego chocaron en un maltrecho césped. Oficio a raudales a la italiana para escalar una muralla confeccionada con otro fútbol. Sevilla fue testigo. De ello, y de los gritos de "Cristiano, Cristiano" que retumbaron en la bochornosa noche para idolatrar a un nuevo héroe en el altar del madridismo, que se relame los dedos imaginando un futuro glorioso. El presente, al menos, es ilusionante. Treinta mil fieles en Sevilla un 31 de julio era algo inesperado.

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