FUERA DE CASA

Desde la ciudad inventada y civilizada

Cambiar de año en Tánger, lejos del espíritu de la Puerta del Sol, las uvas, los belenes y las cabalgatas, es también un deseo de pasar de crisis sin alejarnos mucho en el tiempo o el espacio. Aquí la crisis tiene asiento desde hace décadas, es parte del decorado. Tánger es una vieja dama digna con un pasado que ocultar. Pecadora para el espíritu talibán. Ciudad inventada, irreal, cinematográfica -la Casablanca del café de Rick-, caótica, mestiza, cosmopolita, discretamente infiel, amante de la buena vida y conocedora de la vida perra. Espejismo que fue una fiesta en la que se colaron algunos ...

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Cambiar de año en Tánger, lejos del espíritu de la Puerta del Sol, las uvas, los belenes y las cabalgatas, es también un deseo de pasar de crisis sin alejarnos mucho en el tiempo o el espacio. Aquí la crisis tiene asiento desde hace décadas, es parte del decorado. Tánger es una vieja dama digna con un pasado que ocultar. Pecadora para el espíritu talibán. Ciudad inventada, irreal, cinematográfica -la Casablanca del café de Rick-, caótica, mestiza, cosmopolita, discretamente infiel, amante de la buena vida y conocedora de la vida perra. Espejismo que fue una fiesta en la que se colaron algunos raros españoles liberales y modernos, como Emilio Sanz de Soto o Pepe Carleton. Los dos eran amigos de los Bowles y de sus exóticas compañías. Pandilla feliz de nobles arruinados y ricas excéntricas. De elegantes, poéticos, prosaicos y nerviosos habitantes de una ciudad que fue civilizada, abierta, barata y divertida.

Civilizados en rebajas, tapando la crisis, regalándonos presentes fabricados por mano de obra barata de África

Nada permanece, las arrugas avanzan, la belleza se maquilla, el techo tiene goteras como las del decrépito y modernista teatro Cervantes.

Y sin embargo, mantiene belleza y misterio. Es un potente decorado escénico. Una ciudad misteriosa, no exenta de sorpresas ni sin dejar de estar abierta al deleite. Conserva el encanto de lo ajeno y sabe conservar algo que resulta familiar. En alguna de sus terrazas de vez en cuando pasa un suave y repentino viento que no molesta, sino que nos recuerda amables caricias. Una mezcla de exotismo y civilización. Lo señaló Pío Baroja en un viaje a principios del siglo XX: "He estado en un pueblo con alumbrado eléctrico y en la calle tirada a cordel, llamada nada menos que Sanz del Río, en donde unos chicos me obsequiaron apedreándome y el sacristán no me dejó entrar en la iglesia. También he estado en un aduar próximo a Tánger, en donde unos pobres me ofrecieron, sin conocerme, hospitalidad y un plato de cuscús. Pero este aduar no estaba civilizado". Desde el Zoco Chico, desde los rumores con un té a la menta, me alegro de estar lejos del espíritu de Rouco.

La civilización no se mide con la cantidad de luces que incitan nuestra pulsión por las compras. Civilizados en tiempos de rebajas, tapando la crisis, regalándonos presentes fabricados por mano de obra barata de África, de Oriente. Días de regalos que consiguen despistarnos de la muerte en Gaza. Y seguir mirando hacia otro lado, mentirnos con jueces y con sentencias, soportar obispos en la calle o cánticos de un tal Kiko Argüello. ¿Civilizados así? No, gracias.

Edith Wharton, en su viaje a Marruecos, decía que Tánger era de secreta hermosura, de color azul pálido y de vida cosmopolita, caótica y familiar. Llegó en la edad de la inocencia, en una época en que Marruecos era un país sin guías turísticas. Aquellos civilizados tiempos.

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