las buenas compañías

UN AGOSTO

El último 31 de agosto que vivió, Virginia Woolf reconoce en su diario que su país está en guerra. La llamada telefónica, el día antes, de su íntima amiga Vita anulando el encuentro que habían previsto le da la dimensión más palmaria de un horror que para la escritora, sujeta a los propios miedos y ansias, quedaba amortiguado en su retiro campestre. Mientras conversan aquel 30 de agosto de 1940, caen las bombas en torno al jardín de Vita, y Virginia se abruma por la noción de estar hablando con alguien que podría ser víctima de una muerte violenta al cabo de un momento. "Otra, otra", dice Vita...

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El último 31 de agosto que vivió, Virginia Woolf reconoce en su diario que su país está en guerra. La llamada telefónica, el día antes, de su íntima amiga Vita anulando el encuentro que habían previsto le da la dimensión más palmaria de un horror que para la escritora, sujeta a los propios miedos y ansias, quedaba amortiguado en su retiro campestre. Mientras conversan aquel 30 de agosto de 1940, caen las bombas en torno al jardín de Vita, y Virginia se abruma por la noción de estar hablando con alguien que podría ser víctima de una muerte violenta al cabo de un momento. "Otra, otra", dice Vita contando una por una las bombas, que su interlocutora no oye al otro lado del teléfono, y dándole nombres de conocidos que acaban de morir en los bombardeos alemanes sobre Inglaterra. Al fin, Vita Sackville-West no puede evitar el llanto, y cuelga el teléfono. Virginia sale de la casa y, en un atardecer cálido y tranquilo, juega a los bolos.

Este mismo mes no han faltado, como ya en casi ningún mes de ningún año, los tanques invasores, el odio atávico, la matanza

Batallas del verano. Mi madre contaba siempre la historia, convertida en leyenda infantil, de un crucifijo de nácar escondido en el lugar más inverosímil de la casa -para disimular el catolicismo de la familia- un día de la Virgen de 1937, y tengo recuerdos más nítidos de la última semana de otro agosto, el de 1968, viendo por televisión, junto a mis padres, los disparos de los tanques soviéticos en las calles de Praga. Este mismo agosto no han faltado, como ya en casi ningún mes de ningún año, los tanques invasores, el odio atávico, la matanza accidental de unos inocentes que pasaban por allí: por una calle de una ciudad de Irak en la que el suicida elige morir matando o por una aldea cercana a Kabul donde los aviones aliados yerran el blanco. Cuando el horror no nos afecta directamente, la tentación es dejar de oír, de ver, ponerse a jugar. En la misma entrada de su diario del 31 de agosto, Woolf fantasea con leer a Coleridge y escribir ficción. Eso le daría sosiego. Pero se sienta a su mesa y redacta un artículo combativo que le han pedido sobre "la bomba infernal".

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