FUERA DE CASA | OPINIÓN

El Prado y los mártires

La primera vez que recuerdo ir al Museo del Prado fue de la mano de mi padre. Tuvimos que esperar, pero no porque hubiera ninguna cola, en aquellos años se paseaba sin aglomeraciones; esperamos porque en la puerta estaban rodando una película con un señor bajito y de voz ronca. Un señor que paseaba en una especie de moto venida a más. Era El cochecito. El señor, Pepe Isbert. Podríamos haber tropezado con Los tramposos. O con Tony Leblanc, que nació, creció y aprendió picardías en ese museo.

La primera vez que entramos en el edificio de Villanueva nos pareció ...

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La primera vez que recuerdo ir al Museo del Prado fue de la mano de mi padre. Tuvimos que esperar, pero no porque hubiera ninguna cola, en aquellos años se paseaba sin aglomeraciones; esperamos porque en la puerta estaban rodando una película con un señor bajito y de voz ronca. Un señor que paseaba en una especie de moto venida a más. Era El cochecito. El señor, Pepe Isbert. Podríamos haber tropezado con Los tramposos. O con Tony Leblanc, que nació, creció y aprendió picardías en ese museo.

La primera vez que entramos en el edificio de Villanueva nos pareció colarnos en un espacio mágico, en un gabinete fantástico. Nos lo sigue pareciendo. Es nuestra catedral civil, el lugar donde una vez nos quedamos atrapados con la luz y las sombras, con las mujeres desnudas -las primeras que vimos- o con las extrañas familias reales. Allí conocimos borrachos, condenados, triunfadores, derrotados o perros; allí, la guerra y la paz, la vida, el amor, las fugas y los monstruos que poblaban nuestros sueños, nuestras pesadillas.

El Prado es parte de nuestra vida, de nuestra memoria, nuestro paisaje. Salvado de las bombas franquistas. Salvado de otros que querían salvarlo sin dejarlo crecer. Felizmente, ese corazón de nuestra ciudad se nos amplía. Fue valiente e inteligente dejarlo en manos de Rafael Moneo. Sabe qué hacer con los museos. También sabe de pintura, escultura, muebles, cine, libros y vinos. Un humanista cercano que sabe aguantar un chaparrón e incluso algunos más. Es curioso que ahora, en los fastos de la inauguración del nuevo museo, aplaudan hasta aquellos que tanta bronca dieron en su día. Mejoramos.

Pasar por las puertas de Cristina Iglesias. Unas esculturas que dan ganas de quedarse fuera, de pararse ante sus rugosidades, de perderse entre su verde. Hay que pasar. Emocionarse con aquellos amigos que nunca habíamos podido ver. Como si salieran de su exilio; como si volvieran a su robada, secuestrada patria. Volver por la puerta grande. Torrijos y sus compañeros liberales son dignidad histórica de esos españoles que fueron fusilados por ser liberal de aquéllos. Los que murieron por ser constitucionales y gritando libertad. Otros murieron rezando, creyendo que habría un Dios justo. Que un día habría justicia en su país. Unos mártires. Algunos de los muchos santos laicos que ahora subimos a nuestros altares civiles. El cuadro del fusilamiento de Torrijos, la gran pintura de Gisbert: la mejor metáfora del nuevo museo. España es, debe ser, un buen lugar para liberales, agnósticos o creyentes. Como Torrijos, como Goya y otros españoles de los exilios. Españoles mundanos, europeos, cosmopolitas, modernos y abiertos que al fin podemos ver en las nuevas salas del Museo del Prado. Mi particular Vaticano.

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