Crónica:FUERA DE CASA

A Umbral

Me habría gustado estar en el entierro. Le habría llevado unas violetas. Yo, que nunca le llevé nada en vida, siento que tengo deudas con ese escritor que se llamó Paco Umbral. Muchas veces hemos querido llevar violetas a la tumba de Larra, nunca lo hicimos. El primer libro que leímos de Umbral estaba dedicado a ese escritor de periódicos, ese afrancesado español, dandi y rebelde con causa que quiso enseñarnos a leer desde los periódicos. Algunos aprendieron. Umbral, el primero.

Unas violetas, como hizo Cernuda en la tumba de Larra. "Curado de la vida, por una vez s...

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Me habría gustado estar en el entierro. Le habría llevado unas violetas. Yo, que nunca le llevé nada en vida, siento que tengo deudas con ese escritor que se llamó Paco Umbral. Muchas veces hemos querido llevar violetas a la tumba de Larra, nunca lo hicimos. El primer libro que leímos de Umbral estaba dedicado a ese escritor de periódicos, ese afrancesado español, dandi y rebelde con causa que quiso enseñarnos a leer desde los periódicos. Algunos aprendieron. Umbral, el primero.

Unas violetas, como hizo Cernuda en la tumba de Larra. "Curado de la vida, por una vez sonríe, pálido rostro de pasión y de hastío". Algunas violetas, frescas en la niebla, en este cementerio, que debería ser civil, donde Umbral descansa de sí mismo y de todos los demás, en este comienzo de septiembre. Este mes que tanto gustaba al escritor en su edad madura: "Cómo se agradece septiembre a cierta edad". Morir al final de agosto, como Manolete. Como Emma Penella. Morir al final de agosto es buscar septiembre. El eterno retorno que lleva dentro cualquier septiembre.

No ha tenido la muerte que una vez soñó. No es verdad que a cada uno su propia muerte. Hace tiempo que se parecen tantas muertes. Vulgares y fatales muertes en la habitación de cualquier hospital. Nada que ver con aquella muerte del suicida romántico. Cuando Umbral fue joven y soñador, cuando pensaba en Larra, escribió que "sólo quienes mueren violentamente -héroes, mártires, suicidas, víctimas- viven para siempre entre nosotros". Exageraba, mentía, como tantas veces, como casi siempre hacen los mejores escritores. Cobarde y mentiroso, incapaz de matar, incapaz de matarse. Dispuesto a vender. A venderse. Ser de lejanías. Hombre que pretendió escribir para sí mismo. Escritor que vivió en un tiempo que compra y vende hasta los sueños. Soñó que era un soñador y que vendía sus sueños. De eso viven los soñadores.

Madrileño que había aprendido a escribir en Valladolid, cerca de Delibes, cerca de Manu Leguineche, fijándose en los mejores mentirosos de entonces: González Ruano, Sánchez Mazas, Montes, Foxá, Víctor de la Serna. Aquellos escritores del correaje, del señoritismo, del monarquismo o la sombra de la falange, aquellas lecturas fueron las que sacaron a ese chico de provincias de las juergas con su pandilla en el barrio de las meretrices. También las conoció, también le aprovecharon. Todo le sirvió para buscar las palabras. Para encontrar la palabra justa. Y la injusta. Se pasó la vida buscando metáforas.

Todavía en él se encontraba a aquel adolescente que se hizo prosista con los cuadernos de Luis Vives. Un joven de provincias que supo encontrar en unas prosas libres de casticismo su manera de agredir al mundo, su manera de seducir, su modo de vivir. Escribir hasta la muerte, pero ni un paso más.

Están viudos en el café Gijón. Verdaderos viudos de una parte de la historia, una de las mejores, de la vida de Umbral. Otros viudos, esos que veo televisados en la clínica, en el entierro, esos viudos del último, del penúltimo Umbral, esos ya me recuerdan más a su etapa de "prosa de sonajero". Otro Umbral con mucha facilidad para una escritura que sonaba bien y pensaba mal. Umbral de prosa de sonajero, como una vez dijo ese novelista que tampoco será académico, creo, Juan Marsé. Umbral siempre brillante incluso con su prosa escrita para el consumo de políticos conservadores, de líderes en horas inciertas. También Quevedo puso su prosa al servicio de poderes que no le merecían. Umbral una vez escribió que se sentía como una silla isabelina que se enseña a los visitantes. Y ciertamente lo enseñaron demasiado. Se sentaron en él, lo cambiaron de habitación, lo gastaron, pero nunca perdió su lugar de privilegio.

En el café Gijón deja un sitio libre que nadie podrá llenar. Llevaba años sin ir -casi todos llevan años sin ir; unos, porque ya no pueden ir a ningún lugar; otros, porque ya no reconocen el paisaje, ni el paisanaje-, pero muchos se hacían la ilusión de que cualquier noche por allí llegaría. Entraría cualquier noche con su voz de bodega y su presencia de elegante de otros tiempos, otros cafés, otros escritores y otras ninfas. Y volverían a disfrutar con aquel chico de provincias que una noche llegó al café y nos enseñó cómo había que escribir en los periódicos en ese país que se estaba inventado. Ya no volverá, ni al café ni al periódico. Ahora ya es ese ser de lejanías que se encontró consigo mismo entre la realidad y el deseo. "He matado, he traicionado, he mentido, he trabajado mucho, tengo en las manos la tinta de los crímenes, tengo en mis libros la sangre seca de mis profanaciones. Todo lo he hecho por conseguir esto, este ramo de silencio que ahora es mi vida".

Nuestros mejores recuerdos para Umbral, que descansa en paz en la fosa poco común de la literatura. Y también unas violetas.

Francisco Umbral.

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