Crónica:DON DE GENTES

No me arrepiento de nada

UNA COSA LLEVA a la otra. Mira, leo un artículo que se publica en The New York Times sobre Madrid. Lo firma un tal Dale Fuchs, y viene a contar que Madrid, que siempre padeció una tendencia a lo castizo manzanesco, ha despertado y hoy es el bosque urbano en el que puedes cruzar las horas de la noche sin pasar por casa y acabar a las cinco comiendo churros en San Ginés, aunque no sea Nochevieja. El tal Dale se lo ha currado. Lo que necesita Dale, a mí entender, después de haberse dejado la salud en el artículo, son unas vacaciones. Una cosa lleva a la otra. Mientras leo un artícul...

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UNA COSA LLEVA a la otra. Mira, leo un artículo que se publica en The New York Times sobre Madrid. Lo firma un tal Dale Fuchs, y viene a contar que Madrid, que siempre padeció una tendencia a lo castizo manzanesco, ha despertado y hoy es el bosque urbano en el que puedes cruzar las horas de la noche sin pasar por casa y acabar a las cinco comiendo churros en San Ginés, aunque no sea Nochevieja. El tal Dale se lo ha currado. Lo que necesita Dale, a mí entender, después de haberse dejado la salud en el artículo, son unas vacaciones. Una cosa lleva a la otra. Mientras leo un artículo siempre pienso en otra cosa, para no perder el tiempo. Mientras leo a Dale, el americano noctámbulo, pienso en esa otra década que algunos colegas han definido como fascinante. Los ochenta. Recuerdo levantarme temprano para ir a trabajar y de camino a la plaza del Encuentro (menudo nombre) encontrarme con yonquis que aún no se habían recogido y andaban encogidos, con frío, con mono o con las dos cosas. A algunos los conocía, del colegio o de vista. Una mañana, recuerdo, me salió al paso un yonqui desconocido y me dijo, como sin ganas, que le diera lo que llevaba o que me iba a pinchar. Y yo, acostumbrada a ese impuesto revolucionario, voy y me saco del bolso, disciplinadamente, un billete. El yonqui me pide "el peluco", y yo le digo: "¿Eiinn?". Me señala el reloj y yo me siento un poco analfabeta a nivel de vocabulario popular. Es en esto cuando veo que detrás de ese yonqui hay otro, este sí, compañero mío del colegio. Mi amigo, bastante colgado, de pronto me reconoce, me defiende y reconviene al yonqui con un discurso bastante demagógico, para mi gusto, sobre la necesidad de elegir correctamente a las víctimas. No hay que pillar víctimas al buen tuntún, hay que ir a por el poderoso y dejar a las personas trabajadoras que madrugan, que son como nosotros, decía mi amigo, que a punto estuvo de emocionarme. Sentí el orgullo ridículo de la mujer de mundo que tiene amigos en el hampa. La cosa sigue así, el yonqui desconocido guarda la navaja en el bolsillo y entonces mi amigo, como un caballero, dice que me acompaña al taxi, con el otro siempre detrás. Por el camino me cuenta una historia peregrina que se resume en que sus padres, esos hijos de puta, le han pagado tres granjas de desintoxicación y ahora no le quieren ver por el barrio y encima no quieren pagarle unas deudas que ha contraído. Yo voy entendiendo que mi amigo tiene otra forma de robar, aquella que apela a lo sentimental, a la amistad, que cuando es verdadera, ay, nunca muere. Entonces hago la buena obra del día, renuncio a mi taxi y, ya en el autobús, me pregunto, desconcertada, si prefiero que me atraquen a mano armada o dándome la brasa. Como mujer impaciente que soy, me decanto por el método que sea más rápido. Como una cosa lleva a la otra, me viene a la cabeza la fascinación con la que el cine y la literatura han retratado al adicto. Ahora, cuando la neurología va poniendo las cosas en su sitio y hablando de personalidades genéticamente adictivas, el asunto empieza a perder su encanto de bohemia. Hay una serie extraordinaria en HBO llamada Adictos, no es ficción, son testimonios de enfermos y familiares de una historia que no tiene fin. Pensábamos que los muertos de la heroína tuvieron un efecto pedagógico y nos encontramos con que una nueva droga, el Crystal Meth, que se puede fabricar en casa y convierte a sus consumidores en adictos inmediatos, está haciendo furor, sobre todo en ciertos ambientes gays, por permitir una potencia sexual que no se apaga en tres días y una capacidad de olvido que borra la vergüenza. En la serie Adictos la realidad se impone, no hay el toque de glamour con que la ficción contó la drogodependencia. Como una cosa lleva a la otra, pensé que en gran parte las películas sobre músicos son tan repetitivas porque están prisioneras de ese capítulo penoso en la vida de muchos artistas. Es difícil contar la vida de un yonqui, por muy artista que sea, y que el espectador no se aburra del espectáculo de su adicción. Las películas que se hicieron sobre Billie Holiday resultaron patéticas; otras más llevaderas como la de Johny Cash o Ray Charles acaban siempre en la descripción de los delirios egocéntricos del enganchado. Y es que no hay más parecido a un adicto que otro adicto. Como en la vida todo confluye, una mañana lluviosa de esta lluviosa primavera me meto al cine a ver la película sobre Edith Piaf, La vida en rosa, y será por la lluvia, por esas canciones tan dolorosas que se te meten en vena y te traen una nostalgia rara de un mundo que no conociste o por la prodigiosa interpretación de Marion Cotillard, que define con su cuerpo el destino fatal que está escrito desde la niñez, que sabe hacer creíble ese alcoholismo heredado de la madre, de la que heredará también la capacidad cruel de abandonar a su propia hija (de la que Piaf nunca hablaría), será porque, digo, no hay ninguna mitificación de la desgracia, La vida en rosa me pareció, a pesar de cierto lío narrativo, una historia tan verdadera como la que hizo Clint Eastwood sobre Charlie Parker y que le valió la adoración de los músicos de jazz. Hoy ya se puede decir que la droga les robó talento, encanto y vida. El milagro es que, a pesar de la jeringuilla o la botella, esa mujer de cuerpo patético aún ponga en pie los corazones diciendo que no, que no se arrepiente de nada.

La actriz francesa Marion Cotillard, en el papel de Edith Piaf, en la película La vida en rosa.

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