Crónica:LA CRÓNICA

Fantasmas en el monasterio

Yo no sé el tiempo que hace que dejé de creer en fantasmas. Debió de ser después de tragarme la saga completa de los Ghostbusters. Me impresionaron muchísimo. Recuerdo a esos muchachos, cargados con sus mochilas de protones (¡a saber para qué se utilizaban los protones en el mundo fantasmal!), con esa especie de tubo que absorbía a los ectoplasmas y dejaba el ambiente liberado de fenómenos paranormales en menos de lo que cantaba un gallo. No pude por menos que intentar imitarlos. Tengo la excusa de que yo estaba en muy mala edad. La cartera del cole reliada en la espalda y blandiendo el aspira...

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Yo no sé el tiempo que hace que dejé de creer en fantasmas. Debió de ser después de tragarme la saga completa de los Ghostbusters. Me impresionaron muchísimo. Recuerdo a esos muchachos, cargados con sus mochilas de protones (¡a saber para qué se utilizaban los protones en el mundo fantasmal!), con esa especie de tubo que absorbía a los ectoplasmas y dejaba el ambiente liberado de fenómenos paranormales en menos de lo que cantaba un gallo. No pude por menos que intentar imitarlos. Tengo la excusa de que yo estaba en muy mala edad. La cartera del cole reliada en la espalda y blandiendo el aspirador por los pasillos de casa.

-Mira a ver si los fantasmas están por el suelo, nena -me decía mi madre- y limpias la alfombra de paso.

No conseguí atrapar ninguno. Tras mi fracaso, me dediqué a la fatigosa labor de hacerme mayor, convencida de que los fantasmas no existen, porque... a ver, ¿qué entidad con mediana inteligencia querría volver a este planeta de locos?

Pues, al parecer, sí quieren volver, y además han elegido para manifestarse nada menos que un monasterio abandonado de Carmona llamado La Huerta de San José... al menos eso dicen los expertos en parasicología. Un colega periodista, Francisco del Toro y su equipo de investigadores de fenómenos paranormales, están realizando una búsqueda sobre el lugar en la que se están mezclando historias reales, leyendas urbanas y documentos de la época.

La huerta de los frailes (que así es como la conoce todo el mundo en Carmona), encierra un pasado de lo más escabroso entre las arcadas de lo que en su día fuera un claustro, y es que el paso de los años y el abandono han dejado el lugar patas arriba. Se trata de la tenebrosa historia de unos monjes que, allá por los años 40, sufrieron una hambruna de cuidado y, contradiciendo por completo el séptimo mandamiento (que a ese respecto es bastante claro y conciso), se dedicaron a robar en las huertas cercanas para poder subsistir. A los dueños de las tierras colindantes no les hizo ni un poco de gracia la falta de ética de sus vecinos y denunciaron a los frailes ante la autoridad eclesiástica que, estando así las cosas, optó por el cierre del convento.

Pero la historia de los religiosos amantes de los bienes ajenos acabó por mezclarse con una leyenda que hablaba de una matanza acontecida en el monasterio allá por el siglo XVII en la que unos monjes habían acabado por morir colgados de los ganchos para la carne que había en el sótano. El responsable de la escabechina fue uno de sus hermanos, el único superviviente que, al parecer, había recibido el encargo del mismísimo diablo.

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Los estudiosos de este tipo de temas, están convencidos de que tanta violencia innecesaria y diabólica ha tenido que impregnar por fuerza las paredes del lugar. Se encaminaron a Carmona a eso de las dos de la mañana, una hora buenísima para ver fantasmas, y allí escucharon cantos gregorianos, vieron bolas de luces azules, sus aparatos se quedaron sin pilas simultáneamente y, por si fuese poco, una vez que llegaron a casa y analizaron las cintas, descubrieron una psicofonía que, a modo de consejo paternal, les susurraba:

-¡Salid!, ¡idos!...

Ya les he dicho que, a estas alturas de mi vida, como que ya no creo en los fantasmas pero, para qué nos vamos a engañar, tampoco soy Lara Croft... yo soy mucho más cobarde. Por eso me dirigí al monasterio, a eso de las doce del mediodía, a plena luz del día, con un sol otoñal de justicia y acompañada por mi propio equipo de investigación: un par de amigos de la zona que se ofrecieron a hacerme de cicerones.

A primera vista el huerto de los frailes parece un lugar apacible. La edificación mantiene su simetría, se estira todavía con cierta confianza en lo alto de un montículo verde y aún pueden distinguirse unos frescos con motivos florales adornando los techos mezclándose con exabruptos escritos antes de ayer con pintura en spray y que nada tienen que ver con un graffiti bien hecho... las cosas como son.

La verdad es que a bote pronto no me dio mucho miedo, sobre todo porque había una familia con abuela, niño y perro incluido paseando por los alrededores. Pero, al cabo de un par de minutos de introducirnos en el silencio de los pasillos abovedados, los arcos desdentados del patio y las entrañas del sótano llenas de cascotes... cuando ya me estaba yo metiendo en situación mientras mi amigo Juan Antonio me comentaba con voz susurrante...

-Seguro que de esos ganchos del techo fueron de los que colgaron a los monjes. De pronto, un estruendo como salido de las mismas entrañas del infierno sacudió el lugar, reverberó por las paredes e hizo vibrar el suelo. Me llevé la mano al pecho y me arrepentí de inmediato de no haberme traído el equipamiento completo de los cazafantasmas con la dichosa mochila de protones. Pero, ¿dónde venden esas cosas con lo útiles que son?

A poco tuve que avergonzarme de mi aprensiva actitud. Se trataba de un grupo de amantes del motocross que, aprovechando los montículos de la zona, estaban dedicando el día festivo a cabalgar sobre sus máquinas.

-¡Váyanse, porras... que me están espantado los fantasmas! -les grite-. Así no hay forma de documentarse para una crónica.

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