Entrevista:CATERINE, ÁNGEL Y AIDÉS | Ayudaron a inmigrantes de un cayuco | GENTE QUE NOS HACE LA VIDA MEJOR

La arena más dulce

Ya se sabe: llorar no es cosa de hombres. Así que, después de haber estado más de una semana piel con piel sin poder moverse ni un milímetro; de haber sido zarandeados por el mar igual que un pato de goma en una bañera; y con el hambre, la sed y el frío tocando a sus puertas para dejarlas bien abiertas por si a la muerte se le ocurría pasar... después de todo eso, no se puede derramar una lágrima. ¡Ja! Imposible.

Lloró como dicen que lo hacen los niños. Era un hombre sin nombre. Llegó, junto a otros 46 soñadores, en el cayuco que arribó a la playa de La Tejita, en el sur de Tenerife, el...

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Ya se sabe: llorar no es cosa de hombres. Así que, después de haber estado más de una semana piel con piel sin poder moverse ni un milímetro; de haber sido zarandeados por el mar igual que un pato de goma en una bañera; y con el hambre, la sed y el frío tocando a sus puertas para dejarlas bien abiertas por si a la muerte se le ocurría pasar... después de todo eso, no se puede derramar una lágrima. ¡Ja! Imposible.

Lloró como dicen que lo hacen los niños. Era un hombre sin nombre. Llegó, junto a otros 46 soñadores, en el cayuco que arribó a la playa de La Tejita, en el sur de Tenerife, el jueves 3 de agosto. Llevaba un rato deambulando como un zombi, sin rumbo, entre el resto de compañeros que yacían en la orilla de la playa mientras eran atendidos por los bañistas. Plantó sus casi dos metros de altura delante de Caterine, Ángel y Aidés y se desplomó, de bruces, sobre la arena. "Mientras lloraba le dimos la vuelta y le limpiamos la arena de la cara, de los ojos y de la manzana que se venía comiendo", recuerda Caterine, de 28 años.

"Mientras lloraba le dimos la vuelta y le limpiamos la arena de la cara, de los ojos y de la manzana que se venía comiendo"
"Abrimos la neverita en la que teníamos la fruta y el agua que nos había sobrado. Y en cuestión de segundos estaba vacía"

No se habían tomado muy en serio el aviso. "Van a ver un cayuco", les dijo alguien cerca de las seis de la tarde, cuando ya estaban planteándose regresar a casa. Casi sin darse cuenta se encontraban corriendo hacia la otra punta de la playa, de más de un kilómetro de largo, llevando a cuestas las provisiones que habían traído para disfrutar del día. "¿Llevaré cervezas?, ¡Vamos con las toallas!". Entre las voces confusas del resto de bañistas, mezclados con ellos, convertidos en héroes salvadores por un día, llegaron a ese trocito de arena. Al lugar en el que la parca se supo burlada, al menos por esta vez.

"Abrimos la neverita en la que teníamos la fruta y el agua que nos había sobrado. Y en cuestión de segundos estaba vacía". Quien habla es Ángel, que, a sus 31 años, sólo había visto la llegada de cayucos por la tele. Tras el cristal de la pantalla le parecía tan grande la distancia que lo separaba de unos africanos que casi sin vida llegaban diariamente a la costa a tan pocos kilómetros de su casa, que sólo cuando los vio allí sentados, cuando cruzó su mirada con la de ellos, se dio cuenta de que algo andaba mal por ahí fuera. "¿Qué pasa con la riqueza en el mundo?", pregunta.

Aidés, de 26 años, era la única de ellos que no había pisado antes esta playa. Por fin decidió meter el biquini en el bolso después de un mes posponiendo la visita. Al fin había llegado el día de disfrutar de La Tejita con Caterine y Ángel. Una playa fuera de los circuitos turísticos de la isla a la que se llega tras recorrer a pie medio kilómetro desde la carretera. Los tres trabajan juntos en la ONG Profesionales Solidarios y ese ya imborrable jueves habían decidido venir aquí a relajarse.

"Comment ça va?", preguntó Aidés nada más sentarse junto al inmigrante a quien estuvo cogiendo la mano durante el rato que el destino quiso que compartieran. Porque explicaba que venían de Senegal y que sólo hablaba francés. "¿Cómo estás?", volvía a preguntarle a cada momento. Y cuando llegaron los servicios de emergencia, unos 20 minutos después, más preguntas, ahora a los médicos de la Cruz Roja que los atendían. "¿Tiene bien la tensión? ¿Y el azúcar? ¿Que la tiene baja? Hay que darle algo". Por un momento, los lazos que los unían empezaban a parecerse a los familiares, y así llegó a verse a alguien poner sus manos en forma de cuenco para que bebieran agua de ellas.

Nunca se habían sentido tan cerca tantos desconocidos. El acercamiento comenzaba dándoles la mano. Terminaba abrazándolos. Así se combatía, además, la hipotermia que traían todos, tan fuerte en algunos casos que Ángel se tuvo que colocar encima de uno de ellos para intentar que dejara de temblar.

Pero el tembleque traspasaba su cuerpo y también lo movía a él. Sólo después de unos minutos, tras despojarles de la ropa empapada que traían pegada a su piel y cambiarla por otra seca, que les entregó la Cruz Roja, pararon de tiritar.

Tres segundos contenía la respiración Ángel cada vez que el inmigrante al que acurrucaba entre sus brazos cambiaba de postura. Tres segundos hasta que notaba que seguía respirando. Ángel lo quiso acompañar luego hasta la puerta del autobús que lo trasladaría con los demás a la comisaría de policía. A mitad de camino, su nuevo amigo abrió los ojos por primera vez desde que desembarcó en La Tejita. Balbuceó: "¿Islas Canarias?". "Sí", contestó Ángel. Y siguió andando, ya con la mirada al frente.

Cuando la Guardia Civil se llevó a los sin papeles no hubo más voces. Silencio nada más. El sonido del cayuco embarrancando en la arena, el de las olas golpeando en los cuerpos de sal de sus ocupantes, el ansia nerviosa de ver por fin la luz al final del océano... Todo acabó. Los bañistas recogieron sus cosas y se empezaron a marchar.

Héroes a pie de playa.

Caterine, Ángel y Aidés, miembros de la ONG Profesionales Solidarios, cogieron los bártulos y se fueron a disfrutar del sol y el mar en la playa de La Tejita, en Tenerife. Cuando salieron hacia allí no imaginaban lo cerca que iban a estar de la realidad, tantas veces vista por la televisión, de los 'sin papeles' que llegan a Canarias casi a diario en cayuco. El día de sol y playa se convirtió en un inesperado acto de generosidad y solidaridad cuando un cayuco arribó en la orilla. La reacción fue espontánea y los turistas se acercaron a la embarcación para compartir sus toallas, su agua, su comida y sus abrazos. Cambiaron las ropas mojadas de los 'sin papeles' y les dieron de beber mientras les estrechaban en sus brazos.

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