HISTORIAS DE FAMILIA

Siempre nos quedará París

Fue la gran aventura de mi infancia.

-Dios mío, te pido por mis padres, por mis hermanos, por mi familia, por los niños pobres y eso, pero sobre todo para que la Interpol no encuentre a Javier...

Eran mis tíos, pero no lo parecían. Mi padre había nacido catorce años antes que su hermana Lola y Javier, dos después. Sólo tenía doce cuando nací yo, la primera hija, la primera sobrina, la primera nieta. Estrenaba generación y, sin embargo, fui asociada de inmediato a los benjamines de la anterior, sobre todo en verano, cuando todos los Grandes nos juntábamos en Becerril de la Sierra....

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Fue la gran aventura de mi infancia.

-Dios mío, te pido por mis padres, por mis hermanos, por mi familia, por los niños pobres y eso, pero sobre todo para que la Interpol no encuentre a Javier...

Eran mis tíos, pero no lo parecían. Mi padre había nacido catorce años antes que su hermana Lola y Javier, dos después. Sólo tenía doce cuando nací yo, la primera hija, la primera sobrina, la primera nieta. Estrenaba generación y, sin embargo, fui asociada de inmediato a los benjamines de la anterior, sobre todo en verano, cuando todos los Grandes nos juntábamos en Becerril de la Sierra. No sólo compartía dormitorio con Lola -como mi hermano Manuel, once meses menor que yo, hacía con Javier-, sino que, además, los cuatro integrábamos una comunidad bien definida, la de los chicos, es decir, los que nunca encontraban asiento en un sofá para ver la tele y se repartían la tarea de subir tres pisos varias veces al día para bajarle a la tía Charo sus gafas, su libro, una cajetilla de Chesterfield o cualquier otra cosa que se hubiera dejado en su cuarto de la buhardilla. Por eso, aunque sabía que eran mis tíos, yo los quería, los sigo queriendo, como a dos hermanos mayores, cómplices, protectores y benéficos.

-Anda, Almu, coge los cacharritos, vete a jugar al salón y entérate de lo que están diciendo. Luego vienes y me lo cuentas, ¿vale?

Lola había llegado tarde, con copas, o, directamente, no había llegado. Entonces, yo cogía mis cacharritos, me los llevaba al salón, los desparramaba por el suelo y ponía la oreja.

-El abuelo ha dicho que te vas a quedar castigada sin salir todo el verano, pero papá ha dicho que no es para tanto, y luego se han puesto a hablar de otra cosa...

Se mascaba la tragedia, pero yo no me enteraba de nada, y no era la única. Entregada a mis modestas tareas de espionaje, que no me estorbaban para adorar a mi abuelo, vivía la rebelión permanente de Lola y Javier como un elemento más de la normalidad. Lo fue hasta que la Interpol entró en mi vida.

-¡Pero bueno! -y todos se le quedaron mirando con la boca abierta- . ¿Qué te has hecho ahora?

-Nada -Javier sonrió-, me he rapado la cabeza.

Acababa el verano de 1967 y yo jugaba en el salón con mis cacharritos, sin ningún propósito especial. Javier, que mantenía una guerra constante con la autoridad paterna por la longitud de su pelo, se había rapado la cabeza. Al cero. Se mascaba la tragedia, pero nadie se dio cuenta. Hasta que, el 2 de octubre, de madrugada, el pelado, irreconocible por tanto en todas las fotos recientes, desapareció.

-Dios mío, por favor, no te voy a pedir nada más en mi vida, pero que la Interpol no encuentre a Javier, por favor, por favor...

Podría haber ocurrido en 1964, cuando Lola tuvo una historia pasajera en el tiempo pero apretadísima en el espacio, con el nicaragüense Carlos Martínez Rivas. Ella le sacaba más de veinte centímetros de estatura, él más de veinte años de edad. Ella tenía dieciocho, y estudiaba. Él era poeta, y alcohólico. Sin embargo, hacían tan buena pareja que Carlos le escribía tres o cuatro cartas diarias, y todas las noches la llamaba de madrugada, un poco antes de caerse al suelo. Lola dormía poco, porque montaba guardia al lado del teléfono para que las llamadas de su enamorado no despertaran a toda la casa. Y mi abuelo, persona de orden donde las hubiera, nunca se enteró de nada. Así que podría haber ocurrido en 1964, pero no ocurrió.

-Mamá, ¿qué es la Interpol?

-Una comisaría especial de los mejores policías del mundo, que trabajan juntos para encontrar a cualquier persona, en cualquier país...

Podría haber ocurrido en 1965, cuando Lola se fue a París a perfeccionar su francés. Su padre se quedó muy tranquilo, porque iba a alojarse en una residencia de monjas, y tampoco se enteró nunca de que Jesús Ussía le había hecho a la niña un encargo un poco especial.

-Mira, esto es una caja de caramelos de La Pajarita, ¿querrías llevársela a Pepe Bergamín? Lo que peor lleva del exilio es no poder comer estos caramelos, que le encantan...

Lola se conmovió tanto que, nada más llegar, se fue derecha a la rue Vieille du Temple, se presentó a Bergamín y le tendió el paquete con un gesto emocionado. El escritor lo abrió con una sonrisa hasta que descubrió su contenido. Entonces se puso serio, la miró y dijo: "Si hay una cosa que odio en este mundo son los caramelos de La Pajarita...". Lola se quería morir, pero Bergamín se echó a reír, y se hicieron muy amigos. En aquel mes y medio, su francés mejoró mucho menos que su vida social. Las noches que no salía con Pepe quedaba con su íntimo amigo Adolfo Arrieta, el gran maldito del cine español, que había convertido a Javier en protagonista de siete de sus películas y a ella de una, El crimen de la pirindola. Y cada mañana, la monja de la Adoración Perpetua le abría la puerta con una sonrisa y no le hacía preguntas. Así que pudo haber ocurrido en 1965, pero no ocurrió nada.

-Pues parece que la Interpol no le encuentra, ¿no, mamá?

-Ya le encontrará. Tú, tranquila...

En 1966, su hermano tomó el relevo. También podría haber ocurrido aquel año, en el que Javier integró con su amigo Germán Portillo un singular comando de propaganda del PCE. Una tarde decidieron ir a los 40 Principales, porque eso les parecía muy moderno. Los 40 no les defraudaron, pero al salir a la Gran Vía se encontraron la acera llena de grises y se pusieron nerviosos. Se metieron en un bar de la calle Silva y pidieron dos cañas antes de encerrarse en el baño. Empezaron a partir octavillas para tirarlas por el retrete hasta que lo atascaron. Las que no pudieron destruir, las tiraron por una ventana. Y al salir, muy satisfechos, descubrieron que la ventana daba a la barra, y las octavillas sobrevolaban en aquel momento, muy lentamente, la cabeza del dueño del bar, ante el estupor de la clientela. Aquel hombre era gallego, y pudo haberlos denunciado sólo con salir a la calle y dar un grito. Pero se limitó a decirles que él no quería líos y que se marcharan enseguida. Así que pudo haber ocurrido en 1966, pero no ocurrió hasta el año siguiente.

-Dios mío, por favor, que la Interpol no encuentre a Javier, por favor, que no lo encuentre y no volveré a pedirte nada en toda mi vida...

En 1967, mi abuelo decidió cortar por lo sano. Lo poco que sabía y lo mucho que sospechaba le animaron a tomar una decisión radical. Después del verano, Javier iría a estudiar a la Universidad de Navarra. Del Opus. Interno. ¡Sí, hombre!, se dijo el aludido cuando se enteró, ¡que te crees tú eso...! Y se marchó. No se fue muy lejos, se quedó en París, pero la policía no le encontró en ninguna parte. Por eso, el abuelo anunció un día que iba a empezar a buscarle la Interpol, y a mí aquello me sonó mal, muy mal, fatal, como a campo de concentración o algo peor. Pero la Interpol nunca le encontró.

-¡Hay que ver, este hijo, dónde andará! Con lo bien que podría estar haciendo una carrera, aquí, con nosotros...

Allí no estaba, pero una carrera sí que hizo. En cierto sentido, incluso, un carrerón. Como era el actor favorito de Arrieta, en mayo del 68 votó en los Estados Generales del cine, reunidos en Suresnes. Antes que Felipe González, dice ahora, muerto de risa. Entonces ya era miembro del Comité de Acción del barrio de Saint-Germain, y después lo fue también del Comité de la toma del Odeón, del que salió vestido de romano porque, ya puestos, después de tomar el teatro, saquearon el guardarropa. El Mayo rojo exaltó su espíritu revolucionario, pero no mejoró su nivel de vida. Instalado en el Hotel des Pyrenees -de esos que, en el París previo a la corrección política, se llamaban hoteles de negros-, sobrevivía haciendo de canguro para algunas parejas no mucho más ricas que él, y gracias al pintor Joaquín Pacheco, que le inspiró la idea de convertirse él mismo en pintor.

Así estaban las cosas en junio de 1969, cuando volvieron a llamarle a filas y su hermano mayor, Manolo, mi padre, advirtió en voz alta que se habían acabado las bromas. Si no se presenta, le declaran prófugo y ya no puede volver nunca. Eso bastó para que, de repente, todo el mundo supiera dónde estaba Javier. Mi padre fue a buscarle y lo encontró absolutamente instalado en la bohemia, muy flaco, hambriento y sin un duro. El día que lo trajo de vuelta fue uno de los más felices de mi infancia. Cuando volví a abrazar a Javier, el más guapo, el más indómito, el más divertido, el más genial y el gran aventurero de la familia, volví a dormir tranquila por las noches. Porque la policía no había ganado, porque él no se había rendido, porque había vuelto por su propio pie y con sus propias condiciones. A cambio, nunca volví a rezar con el mismo fervor, pero eso no fue culpa mía, sino de la Interpol.

Javier Grandes, con sus hermanos Manolo y Lola.

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