"Apriétale, que, si no, se duerme"

Amieiro, su preparador durante 12 años, recuerda la "disciplina" y los "gruñidos" de Iker

Los técnicos de la cantera del Madrid lo tenían claro: a Iker Casillas, aquel chaval bajito que jugaba de portero, había que exigirle. Era imprescindible. Y no lo pedía cualquiera. Lo pedía su padre. Cuando Casillas llevaba ya un par de años en la cantera del Madrid, le acompañó a un entrenamiento. Por allí andaba Manuel Amieiro, el entrenador del guardameta durante 12 años. La conversación fue corta, pero intensa: "Apriétale, que, si no, se duerme", le pidió a Amieiro. Y el preparador, que gusta de definirse como "un chutador de porteros", se aplicó a cumplir con esmero su misión.

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Los técnicos de la cantera del Madrid lo tenían claro: a Iker Casillas, aquel chaval bajito que jugaba de portero, había que exigirle. Era imprescindible. Y no lo pedía cualquiera. Lo pedía su padre. Cuando Casillas llevaba ya un par de años en la cantera del Madrid, le acompañó a un entrenamiento. Por allí andaba Manuel Amieiro, el entrenador del guardameta durante 12 años. La conversación fue corta, pero intensa: "Apriétale, que, si no, se duerme", le pidió a Amieiro. Y el preparador, que gusta de definirse como "un chutador de porteros", se aplicó a cumplir con esmero su misión.

"Desde que llegó", cuenta Amieiro, ahora entrenador de porteros de la selección de Arabia Saudí, "tenía cualidades y desparpajo, y no se intimidaba. Lo normal es que un niño de 12 o 13 años, en situaciones adversas, se desajuste. Iker, no. Él mantenía su equilibrio emocional. Era frío, no apático".

Lo que Amieiro no sabía es que Casillas, aquel cuerpo en formación, había llegado hasta sus manos gracias a una lavadora y un futbolín. A Casillas no le gustaba comer de pequeño. Nada. Y su madre, Mari Carmen, tenía que inventarse miles de trucos para alimentarle. "Era un desastre con la comida", suele contar; "le llevaba a comer a un bar donde había un futbolín, le subía en una banqueta y, entre gol y gol, conseguía darle la papilla. Claro, no iba a estar echando duros dos horas a la maquinita. Así que cogía un cartón y lo encajaba en las porterías para que las bolas no se colaran. La lavadora era magnífica. Metía un balón, la ponía a centrifugar y el niño se quedaba alelado. Yo aprovechaba y le daba una cucharada".

Casillas, convertido ya en un chico prometedor, estaba acostumbrado a viajar todos los días en metro desde Móstoles, su lugar de residencia, hasta la desaparecida Ciudad Deportiva. No abandonó los vagones hasta mucho después de que le llegara la oportunidad de demostrar su valía con el primer equipo. Tenía 18 años. Le esperaban San Mamés y el Athletic. De la víspera de aquel partido data una definición que, por exacta, asusta. ¿Cómo es Casillas?, le preguntaron a Paco García Hernández, miembro del equipo técnico del Madrid: "Es un portero de una enorme agilidad, rapidísimo. Es un gato, un águila... Muy bueno bajo los palos y valiente en el uno contra uno. Se concentra. Su faceta menos trabajada es quizá la salida, sobre todo a la hora de atrapar los balones altos".

Acostumbrado a vivir bajo los focos, Casillas se entrena desde entonces para superar la definición de Hernández. "Claro que entonces y ahora tenía que mejorar", cuenta Amieiro, "pero, mientras otros dedicaban tiempo a finalizar su formación, el competía a alto nivel. Tuvimos que ir ajustando todo en función de eso".

Amieiro siempre se tomó muy en serio la petición del padre de Casillas. Programaba duras sesiones de abdominales y ejercicios con el balón para potenciar los reflejos y el tren superior. Y, dice, Casillas, de vez en cuando, protestaba. "Era disciplinado", explica, "pero en algún momento gruñía con los ejercicios de conos y picas". Todo, gracias a su padre.

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