LA COLUMNA | NACIONAL

De transiciones y ETA

AUNQUE A PRIMERA vista no lo parezca, los tiempos que corren ofrecen más de una similitud con aquellos otros, no tan lejanos, de la transición. Es curioso, cuando se visita las publicaciones de la época, que también entonces se celebrara el talante del nuevo presidente que vino a sustituir al malaje de Carlos Arias. Adolfo Suárez, en efecto, al poco de llegar a la presidencia, ya había demostrado tener unas maneras que a todo el mundo gustaban. El talante era hablar con todos; hablar de verdad, tres, cuatro, hasta seis horas seguidas decía Carrillo que habían estado charlando en ...

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AUNQUE A PRIMERA vista no lo parezca, los tiempos que corren ofrecen más de una similitud con aquellos otros, no tan lejanos, de la transición. Es curioso, cuando se visita las publicaciones de la época, que también entonces se celebrara el talante del nuevo presidente que vino a sustituir al malaje de Carlos Arias. Adolfo Suárez, en efecto, al poco de llegar a la presidencia, ya había demostrado tener unas maneras que a todo el mundo gustaban. El talante era hablar con todos; hablar de verdad, tres, cuatro, hasta seis horas seguidas decía Carrillo que habían estado charlando en cierta ocasión.

De lo que hablaban era del futuro, sobre el que nadie tenía mucha idea, más o menos como ahora, sólo que en otro nivel: entonces había que desmontar el aparato institucional de una dictadura y emprender el camino hacia un proceso constituyente. Hoy es distinto; hay Constitución y hay democracia; pero no deja de ser llamativo que el anterior presidente del Gobierno español, José María Aznar, y el president to be del catalán, Josep Lluís Carod, lo hayan definido literalmente de la misma manera: segunda transición. Lo que España necesita es una segunda transición: así tituló Aznar un libro en 1994 y así titula Carod un artículo diez años después: habrá que tocar madera.

También entonces, como ahora, una expectativa se extendió como el aceite por todas las mesas políticas: ETA iba a desaparecer. Antes de emprender el largo y sinuoso recorrido de la primera transición, casi todos llegaron a estar de acuerdo en una cosa: que para iniciar con buen pie el camino era preciso decretar una amnistía general. Indultos y amnistías habían ido jalonando todo el proceso hasta las elecciones de junio de 1977, pero todavía quedaban algunos presos de ETA en la cárcel -pocos, realmente, porque la mayoría había salido ya antes de las elecciones- y era convicción común, defendida con pasión en el primer Congreso de los Diputados, que sólo con una amnistía general volvería la paz y se podría comenzar una nueva era.

Y entre mediados de octubre y finales de diciembre de 1977 todos los presos, procesados o condenados por actos terroristas de intencionalidad política, siempre que en dichos actos los jueces percibieran un móvil de "reivindicación de las libertades públicas o de autonomía de los pueblos de España", salieron a la calle. La fiesta sólo terminó cuando "el último preso vasco", Francisco Aldanonda Badiola, Ondarru, recibió la apoteósica bienvenida de sus paisanos de Ondarroa. Todo el mundo celebró la efeméride en la cándida pero profunda creencia de que la amnistía cerraba una página de la historia y liquidaba los "móviles" por los que aquellos "presos políticos" habían secuestrado y matado.

También, o sobre todo, lo celebró ETA, que interpretó el acuerdo parlamentario como una debilidad del Gobierno y decidió arreciar en su campaña de asesinatos. Si en diciembre de 1977 no quedaba ningún preso vasco en la cárcel, a finales de 1978 los atentados de la organización terrorista habían acabado con la vida de 68 personas, más que la suma de todos los años anteriores. Tal vez sea el español el único caso en que un Parlamento haya decidido amnistiar a presos de organizaciones terroristas sin que constara en absoluto su voluntad de abandonar la violencia como instrumento de la política. Tan arraigada estaba la convicción de que la espiral violencia-represión-más violencia sólo podía romperse quebrándola por su centro: si la represión era sustituida por la amnistía, la violencia carecería de móvil y cesaría como por ensalmo.

Fue un momento único y, claro está, irrepetible, aunque las gestoras pro amnistía volvieran a la carga desde el mismo mes de diciembre de 1977. Fue producto de las creencias de un tiempo más ingenuo, más cargado de ideología, pero también más amante del riesgo, de andar en el filo de la navaja, de adoptar decisiones sin medir al centímetro sus posibles resultados. A este respecto, cualquier parecido con la situación actual será pura coincidencia: a nadie se le ocurre hoy la disparatada idea de sacar a la calle a miembros de una organización terrorista sin previo y contrastado abandono de las armas.

Pero aun para que ese abandono se produzca, cualquier apariencia de cesión arrastraría consecuencias indeseables. No es preciso llenarse la boca clamando por la derrota del terror, pero la experiencia demuestra que el terror sólo desaparece cuando es derrotado. No sólo policialmente, también políticamente. Estaba lejos de ser así en la primera transición; no podrá ser de otra manera en esta segunda, de la que tal vez algún día acabaremos por salir con muchas ganas de entrar, sin ETA, en la tercera.

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