Una operación artísticamente ambiciosa

Los responsables de los teatros de ópera saben muy bien que la manera de equilibrar costes, sin renunciar a criterios estéticos de entidad, se basa en establecer una política de coproducciones. La ópera moderna (sea compuesta hoy o hace tres siglos) tiene unas exigencias visuales y teatrales quizás mayores que en ningún otro periodo de su historia. Hasta cuando se trata de lanzar a divos jóvenes y con glamour, cantar bien no es suficiente. El éxito este verano de la mediática Traviata de Salzburgo, pongamos por caso, se debe en gran parte a Willy Decker y su inteligente dirección...

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Los responsables de los teatros de ópera saben muy bien que la manera de equilibrar costes, sin renunciar a criterios estéticos de entidad, se basa en establecer una política de coproducciones. La ópera moderna (sea compuesta hoy o hace tres siglos) tiene unas exigencias visuales y teatrales quizás mayores que en ningún otro periodo de su historia. Hasta cuando se trata de lanzar a divos jóvenes y con glamour, cantar bien no es suficiente. El éxito este verano de la mediática Traviata de Salzburgo, pongamos por caso, se debe en gran parte a Willy Decker y su inteligente dirección teatral. Por muy bien que estuvieran los cantantes.

Lo fundamental es elegir bien las alianzas para afrontar los riesgos económicos y artísticos. La decisión del Teatro Real de Madrid al embarcarse en la coproducción de Idomeneo, con Luc Bondy, junto al Teatro alla Scala de Milán, dirigido por Stéphane Lissner, y la Ópera Nacional de París, dirigida por Gérard Mortier, es altamente simbólica. En primer lugar, revela ambición artística, deseo de estar al lado de los teatros más importantes de Europa. En segundo lugar, refleja espíritu conciliador, pues tanto Lissner como Mortier pudieron haber sido en su día directores artísticos del Real, algo que solamente la ignorancia de los políticos de turno impidió. Integrarse en proyectos artísticos comunes con ellos cierra muchas heridas. La jugada de Antonio Moral ha sido magnífica.

No es cuestión de cantar ahora las excelencias del "milagro Lissner" como titulaba hace poco el diario italiano La Repubblica, por su portentosa habilidad para diseñar en tres meses una programación para el coliseo milanés de gran coherencia y con nombres de primerísima fila, desde Barenboim a Chailly. Tampoco es cuestión de insistir en la capacidad revulsiva y el toque imaginativo que tienen los proyectos de Mortier.

Lo que importa es subrayar que el Teatro Real ha apostado fuerte por estar en la primera división de la ópera europea, al menos artísticamente (el terreno específicamente musical es otra historia). Antonio Moral ha comenzado su dirección artística del Teatro Real con un golpe de efecto, con un gesto tan oportuno y brillante como esperanzador.

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