Crítica:DANZA | Corpo di ballo del Teatro alla Scala

Los despropósitos del programador

No cabe duda alguna de que el francés Frédéric Olivieri es el mejor director artístico que ha tenido en décadas el Ballet del Teatro alla Scala de Milán (escribir "de La Scala" es ya en sí mismo un disparate, un falso amigo idiomático que aparece en la portada del escuálido y defectuoso programa de mano del Real). Y es así que la compañía se ha enderezado un poco, solamente un poco. Sigue siendo de tercera fila, a pesar de los 250 años de tradición de danza en ese venerado coliseo. La otrora respetada y reputada Escuela Italiana no existe: es una quimera.

La función de anoche lo demuest...

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No cabe duda alguna de que el francés Frédéric Olivieri es el mejor director artístico que ha tenido en décadas el Ballet del Teatro alla Scala de Milán (escribir "de La Scala" es ya en sí mismo un disparate, un falso amigo idiomático que aparece en la portada del escuálido y defectuoso programa de mano del Real). Y es así que la compañía se ha enderezado un poco, solamente un poco. Sigue siendo de tercera fila, a pesar de los 250 años de tradición de danza en ese venerado coliseo. La otrora respetada y reputada Escuela Italiana no existe: es una quimera.

La función de anoche lo demuestra. El Tema y variaciones, especialmente, sonrojaba por su mediocridad; hasta los tutús tenían un excesivo brillo barato y provinciano: la purpurina no puede tapar un mal baile. Muy al contrario, lo escalda.

Pero, es de justicia decirlo, la compañía milanesa en los últimos años ha hecho verdaderos hallazgos liderados por Olivieri, entre ellos dos grandes producciones: una de la casa, el remozado Excelsior, con el que fueron por primera vez a la Opera de París hace dos años y triunfaron; la otra, el Sueño de una noche de verano de Balanchine, única compañía europea que lo baila: una belleza.

Pero, dada la negligencia de los directivos del Teatro Real para con la danza, que programan ballet como quien vende churros a granel, programan a los italianos con lo que peor hacen: un repertorio ajeno, lejano a la proyección y estructura del conjunto. ¿Incultura de la danza? ¿Falta de respeto al público? ¿Desprecio por el ballet en todas sus formas?

De todo un poco, y eso es intolerable. Inadmisible.

Podían los italianos haber dejado en Madrid una bella figura con otras piezas de su repertorio, con solistas adecuados (Bolle, Ferri). Pero no. Una vez más se paga injustamente el pato por la parte más frágil y la que menos interesa a la administración responsable; para ellos, el ballet es un relleno, una cruz. Y éste es el resultado, una apertura de temporada que no es de recibo.

Tema y variaciones es sobre todo musicalidad, rapidez expositiva y linealidad en la planimetría de los grupos, un ejercicio de respuestas armónicas que es lo que hace de ese ballet una obra maestra endiabladamente difícil de ejecutar.

De todo ello careció la interpretación de los milaneses, con una pareja principal (Marta Romagna y Alessandro Grillo) sencillamente incapaces, tanto en lo técnico (base logística del asunto, una especie de arte por el arte) como en lo estilístico.

Lectura mecánica

The cage, que fue una revolución en el ballet neoyorquino de su tiempo, plantea interiorización, dominio del acento musical en su zona más profunda, recreación de la oscuridad de su metáfora a través de un baile intenso. Pero lo que vimos fue una lectura mecánica y alambicada del material coreográfico. Y es verdad que ni la orquesta ni siquiera la experta batuta de David Garforth ayudaron a mejorar aquello.

Donde únicamente la plantilla milanesa se mostró algo más airosa fue en La consagración de la primavera bejartiana, una obra que más o menos resiste el tiempo y que, perteneciendo a otra época y a otras experiencias formales de la gran danza escénica, siempre llega con su monumentalismo de masas. Aquí el grupo se desenvuelve con el tipo de energía que pedía el Béjart de entonces: se trataba de impresionar, de dar una idea de gran fuerza. Pero es solo otra ilusión pasajera.

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