Crítica:FESTIVAL DE EDIMBURGO | Magdalena Kozená | CULTURA Y ESPECTÁCULOS

Esta diva no lo parece

Sale Magdalena Kozená al escenario del Queen's Hall. Colgado el cartel de no hay billetes, su recital es lo más esperado desde que se supo la programación del Festival de Edimburgo. Vestido negro de tirantes con la falda a media pierna, melenita casi pelirroja recogida como sin querer, ojos claros y entre tímidos y pícaros, justo lo que hacía falta para lo que va a cantar. Llega pisando fuerte, unos pasos por delante, y muy conscientemente, de su pianista. Tiene todo lo que se necesita para triunfar, incluido ese origen centroeuropeo que la hace, por así decir, intelectualmente compleja, dueña...

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Sale Magdalena Kozená al escenario del Queen's Hall. Colgado el cartel de no hay billetes, su recital es lo más esperado desde que se supo la programación del Festival de Edimburgo. Vestido negro de tirantes con la falda a media pierna, melenita casi pelirroja recogida como sin querer, ojos claros y entre tímidos y pícaros, justo lo que hacía falta para lo que va a cantar. Llega pisando fuerte, unos pasos por delante, y muy conscientemente, de su pianista. Tiene todo lo que se necesita para triunfar, incluido ese origen centroeuropeo que la hace, por así decir, intelectualmente compleja, dueña de algún secreto. De verdad, son cosas de los británicos.

La presentación, perfecta. La diva es fiel a su época. No es como cualquiera pero en la calle podría serlo. ¿Qué marca, entonces, la diferencia entre quien es uno de los fenómenos vocales más importantes desde hace muchos, muchos años y la mayoría de sus colegas, además de esa puesta en escena tan estudiadamente natural? Pues una suma de tangibles e intangibles, de rasgos mensurables y de eso que no se consigue ni haciendo oposiciones. No hallaremos ni apabullante poderío vocal ni medios asombrosos, sino la proporción perfecta de cada aspecto técnico, la belleza de un instrumento que se adecua perfectamente a la emotividad del repertorio elegido, la capacidad para moverlo en un abanico suficiente de registros -de un agudo fácil a unos graves seguros y bien coloreados- y, por fin, la musicalidad sin tacha, el conocimiento del estilo, la variedad de un acento expresivo que le permitió, el viernes, cantar en cuatro idiomas distintos. Lo he dicho ya aquí: no creo que hoy haya una cantante como la Kozená, tan joven todavía y en una madurez que sigue anunciando posibilidades futuras. Además, da la sensación de que no se estropeará, de que no hará tonterías. Hay cantantes a los que se les ve a la legua que acabarán consigo mismos. Ella irradia una seguridad insólita, y como no parece gustarse más de la cuenta es de suponer que seguirá trabajando desde la realidad de un talento, repito, hoy por hoy sin parangón.

Emoción

El programa del Queen's Hall no pudo ser más bello. Kozená y Malcom Martineau -que cada vez con más razón empieza a perfilarse como el sucesor de Graham Johnson- abrieron con cuatro canciones de Ravel. La emoción alcanzada en la Chanson hebráïque -y en el cuarto verso de Placet futile, de los Tres poemas de Stéphane Mallarmé- parecía imposible de superar. Estábamos en la tercera pieza y aún quedaban 20. ¿Cómo llegaríamos al final? La verdad es que llegamos, sí, pero en un estado difícil de describir. No cabía una distancia más exacta entre lo popular y lo culto que la establecida por la mezzo en A Charm of Lullabies, de Britten. Había que ver el arrobo del público a lo largo de The Highland Balou. O una inmersión más apasionada, más sin barreras, en el falso y verdadero universo clásico de las Canciones de Bilitis, de Debussy, con un dramatismo hecho de mármol y niebla en Le tombeau des naïdes, esa amarga descripción del fin de la Arcadia. Las tres canciones de Richard Strauss sirvieron para que quedara claro que la Kozená no le hace ascos al repertorio más tradicional y que donde brillaron otras lo hace también ella.

Y, para cerrar, Shostakóvich, el testigo que, cuando puede, se ríe de los críticos, de la burocracia, de los parientes y hasta del matrimonio entre el pueblo y la inteligencia. Perfecta su pronunciación rusa, la cantante extrajo de las Sátiras toda la amargura que hay tras su aparente humor que seguramente ninguna traducción es capaz de expresar en toda su crudeza. El público se reía a la vista de la versión inglesa, pero seguramente no pasaba de la cáscara. Por eso era casi mejor cerrar los ojos para ver el universo que se mostraba, desde las almas muertas y enterradas de Gogol hasta las purgas de Stalin. Toda una época en una cáscara de nuez.

Magdalena Kozená, en una imagen de promoción.DAVID PORT

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