VISTO / OÍDO

Arriba y abajo

Sentí la angustia de los pobres de abajo, los marinos rusos del batiscafo que no podían volver. La noto en el pecho, en la forma de respirar: la percibo ahora mismo al escribir. La paso con los voladores del Discovery. La preocupación viene de mi condición de humano, que lamenta el riesgo de otros humanos. Una sensación antigua que los nuevos moralistas -los redactores-jefe de tele, radio, periódico- me incitan a tener. Es momentánea: una brizna de tiempo que se llama actualidad. Vueltos a casa estos humanos me quedo tranquilo y puedo volver a la preocupación cotidiana: los muertos en Irak, lo...

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Sentí la angustia de los pobres de abajo, los marinos rusos del batiscafo que no podían volver. La noto en el pecho, en la forma de respirar: la percibo ahora mismo al escribir. La paso con los voladores del Discovery. La preocupación viene de mi condición de humano, que lamenta el riesgo de otros humanos. Una sensación antigua que los nuevos moralistas -los redactores-jefe de tele, radio, periódico- me incitan a tener. Es momentánea: una brizna de tiempo que se llama actualidad. Vueltos a casa estos humanos me quedo tranquilo y puedo volver a la preocupación cotidiana: los muertos en Irak, los torturados en Egipto, los asesinados en Londres. Muchas noches de trabajo me han hecho así, y están haciendo así al público, del cual yo mismo formo parte: soy un espectador profesional. Un muerto en la esquina vale más que cien en Indonesia.

La verdad es que todos están encadenados unos a otros. Los que van a mundos donde no se respira, arriba y abajo, nos parecen maravillosos enviados nuestros hacia el descubrimiento. La verdad es que son militares que investigan la guerra futura y sus puntos de mira. Es un axioma que los descubrimientos científicos y geográficos, que el siglo pasado tuvieron su auge, son militares y ejercen como tales. La puntería de los proyectiles, la seguridad de bombardeo del avión y todo lo demás son hijos de la lucidez del XIX: y la dinamita en la mochila es algo menos perfecto, pero aún asombroso: una pequeña cantidad hace saltar por los aires un tren cargado de personas que van a su trabajo y pagan con sus impuestos a los marinos de Kamchatka, a los peatones del espacio: y a los científicos, los técnicos, los militares, los matemáticos que los hacen posibles; de cuyo trabajo salen todos los días algunos muertos, y pueden llegar a causar cientos de miles.

Ya sabemos, por lo que se informa en este aniversario, que las bombas de Hiroshima y Nagasaki han multiplicado su capacidad. Una en Nueva York, o en Londres, podía matar de un relampagazo a ocho millones de personas. Eso sí sería periodístico, si quedasen periódicos para contarlo. Ahora sólo tenemos que ocuparnos de los afganos, los armenios, los kurdos, o el gitano que entre a pedir auxilio en un cuartelillo de la Guardia Civil. Hace falta que no les fallemos.

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