ANÁLISIS | NACIONAL

Fin de curso

EL CURSO PARLAMENTARIO abierto en septiembre de 2004 y entrecerrado por el paréntesis veraniego (la Diputación Permanente asegura la continuidad institucional) ha estado cargado de crispación, malos modos y pésimos ejemplos. Los enfrentamientos entre el Gobierno y el principal partido de la oposición han alcanzado una dureza en el tono y una agresividad en los contenidos que incluso superan la tensa legislatura 1993-1996, con el PSOE y el PP desempeñando los mismos papeles. Las circunstancias que rodearon las elecciones legislativas de 2004 han creado en los populares una mentalidad de revanch...

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EL CURSO PARLAMENTARIO abierto en septiembre de 2004 y entrecerrado por el paréntesis veraniego (la Diputación Permanente asegura la continuidad institucional) ha estado cargado de crispación, malos modos y pésimos ejemplos. Los enfrentamientos entre el Gobierno y el principal partido de la oposición han alcanzado una dureza en el tono y una agresividad en los contenidos que incluso superan la tensa legislatura 1993-1996, con el PSOE y el PP desempeñando los mismos papeles. Las circunstancias que rodearon las elecciones legislativas de 2004 han creado en los populares una mentalidad de revancha por lo que consideran una inmerecida derrota, producto de una sospechosa constelación de azares, conjuras y desgracias. La incapacidad para metabolizar esa realidad adversa mueve al PP a comportarse como si fuese el partido del Gobierno en el exilio y a forzar como sea unas elecciones anticipadas que le saquen del purgatorio y le devuelvan al reino de los cielos.

Los enfrentamientos entre el Gobierno y el principal partido de la oposición han alcanzado una dureza y agresividad que superan la tensa legislatura 1993-1996, con el PSOE y el PP en los mismos papeles

Si las prisas por llegar al poder a toda costa planifican su estrategia como una repetición de la legislatura de 1993-1996, la configuración de la agenda presenta importantes novedades; la cantinela sobre la corrupción, el despilfarro, el desempleo y la guerra sucia de los años noventa ha sido sustituida por una letanía mariana centrada en la inminente ruptura de la unidad de España y la capitulación ante ETA y el fundamentalismo islamista ("todos los terrorismos son iguales"), dos melodías entrelazadas en una misma sinfonía. No deja de ser paradójico que esas dos acusaciones, declinadas ahora por los portavoces del PP con acento dramático y retórica fúnebre, habrían podido ser lanzadas con idéntica malicia contra el primer mandato de Aznar a cuenta de sus acuerdos de legislatura con los nacionalistas catalanes, vascos y canarios, o de las conversaciones manteni-das oficialmente en 1999 entre la dirección de ETA y varios emisarios del presidente del Gobierno.

Un efecto colateral de esas dos falsas imputaciones ha sido la hibernación indefinida del Pacto Antiterrorista suscrito en diciembre de 2000 -a iniciativa del entonces líder de la oposición, José Luis Rodríguez Zapatero- por el PP y el PSOE. Aunque los dos partidos se echan mutuamente en cara las culpas por ese tropiezo, la responsabilidad última recae sobre los dirigentes populares, que han incumplido el doble compromiso de mantener la política antiterrorista al margen del debate público y de solventar las eventuales diferencias en el marco de una comisión de seguimiento. La esquizoide inversión de actitudes y valores del PP, que censura de manera virulenta al Gobierno de Zapatero por la política de alianzas con los nacionalistas y por la búsqueda de salidas dialogadas a la violencia practicadas también por Aznar durante su primer mandato, se produce igualmente en otros terrenos.

Así, parece contradictorio el reproche lanzado contra los socialistas por romper el consenso en política exterior, hecho trizas previamente por el PP cuando alcanzó la mayoría absoluta y quebró de forma unilateral la continuidad de las relaciones internacionales españolas. La participación de los líderes de la oposición en movilizaciones contra decisiones del Parlamento y del Ejecutivo también fue condenada agriamente por el PP mientras ocupaba el poder; sin embargo, sus dirigentes se lanzan ahora con entusiasmo a patrocinar manifestaciones contra leyes y resoluciones aprobadas por el Congreso. Y si los dirigentes populares se quejaron amargamente cuando ejercían el Gobierno de los calificativos aplicados por la oposición al presidente Aznar y de la utilización política del hundimiento del Prestige y de la tragedia del Yak-42, resulta evidente que han perdido en esta legislatura una inmejorable oportunidad para predicar con el ejemplo: la capacidad de insulto de Rajoy, Acebes y Zaplana, y la explotación partidista de los 11 fallecidos en el incendio de Guadalajara han superado ampliamente cualquier cota anterior de injurias personales y de carroñerismo político. Cabe esperar que los electores sepan distinguir entre la demagogia desestabilizadora y la oposición democrática.

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