FUERA DE CASA

Vuelven las patologías

Volver a casa tiene la ventaja de observar que nada cambia demasiado. Algunos no cambian nada, vuelven por donde solían, regresan a sus obsesiones, recuperan las patologías de antaño. Cuando yo estaba en Nápoles, Sofía Loren estaba en España; cuando llegué a Madrid, Sofía Loren regresaba a su Nápoles de la infancia; está claro que lo nuestro es un desencuentro histórico. Cuando yo era adolescente me di cuenta de mi aguda patología heterosexual; cada noche tenía sueños húmedos con aquella napolitana que estaba entre nosotros haciéndose pasar por doña Jimena, la mujer del heterosex...

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Volver a casa tiene la ventaja de observar que nada cambia demasiado. Algunos no cambian nada, vuelven por donde solían, regresan a sus obsesiones, recuperan las patologías de antaño. Cuando yo estaba en Nápoles, Sofía Loren estaba en España; cuando llegué a Madrid, Sofía Loren regresaba a su Nápoles de la infancia; está claro que lo nuestro es un desencuentro histórico. Cuando yo era adolescente me di cuenta de mi aguda patología heterosexual; cada noche tenía sueños húmedos con aquella napolitana que estaba entre nosotros haciéndose pasar por doña Jimena, la mujer del heterosexual Rodrigo Díaz de Vivar, el mismísimo Cid Campeador. Yo creía que el Cid era como Charlton Heston, un macho armado y conquistador. Con el tiempo descubrimos que Heston sufría una dura patología de amor a las armas. También descubrimos que el modelo de la representación más conocida del Cid, la estatua de Juan Cristóbal que se levanta con tanto ardor patriótico a las orillas del río Arlanzón, tuvo como modelo a un homosexual que nunca pudo salir del armario; se llamó Leonardo Buñuel, hermano del muy heterosexual Luis Buñuel. Estos recuerdos acudían a mi memoria cuando escuché las palabras de ese psiquiatra, ese pedazo de catedrático de psicopatología, creo, llamado Aquilino Polaino. Ahora ya no le quieren tanto los que tanto le quisieron. Tampoco les podría extrañar que dijera lo que dijo. Ya se conocían sus opiniones, están recogidas en un excelente libro que un periodista heterosexual, Joan Martínez Vergel, ha dedicado al poder gay en España. No está solo en esa opinión; hay otras por la misma senda de médicos, diputados, concejales, obispos o políticos. Por ejemplo lo que dice Fraga: "Cuando una persona tiene tendencias homosexuales es porque sus cromosomas se equivocan y producen una anomalía". Fraga, un político que todavía tiene mucho incierto futuro, lo tiene clarísimo. Que se lo pregunten a Montserrat Domínguez, se lo dejó clarísimo en su Ruedo ibérico: "He dicho que la homosexualidad es una anomalía. Usted comprenderá que si yo prefiero a un guardia civil antes que a una señora guapa como usted... pues algo raro me debe pasar". En fin, ya le contestó Manuel Rivas en este periódico, ya le recomendó las lecturas de Eduardo Blanco Amor o del teólogo Chao Rego, que también es de Villalba, y que habla de un Cristo muy diferente al de Rouco.

Raros, todos somos un poco raros. Yo también fui, seguramente seguiré siendo raro. Sin ir más lejos, dejé los amores por Sofía Loren y me dediqué a Audrey Hepburn, ¿será una patología que me la tengo que hacer mirar? Incluso, tengo que reconocerlo, con la edad me han vuelto los sueños con Sofía Loren, pero sin abandonar los de la Hepburn. Eso lo tengo que consultar con mi admirado Carlos Castilla del Pino. Que tanto sufrió a los Polaina de antaño, que se podían llamar Vallejo Nájera o López Ibor, que tantos creímos superados y que lo peor de ellos renace con los Aquilinos de hoy. Otros raros me han rodeado esta semana. Genial raro, Gian Carlo del Mónaco, capaz de llevar la belleza de la ópera, su teatralidad, a un espacio tan singular como la cisneriana Universidad de Alcalá. Allí volvimos a disfrutar de ese Rigoletto que apasiona al melómano Castilla del Pino y a todos los que pensamos que el hombre y la mujer somos raros pero necesarios. Móviles en nuestros gustos, en nuestras pasiones y en nuestras tendencias.

Después de disfrutar con las excelencias de los alumnos de Del Mónaco que nos parecieron maestros en ciernes, cumplimos con rito de paso obligado que esta semana han tenido nuestros actores y nuestros amantes del teatro, ver la puesta en escena de Julio César en el madrileño teatro Español. No pude estar en el estreno, estaba copado por el Gotha de nuestros actores, directores y otras gentes de la escena. Parece que estaban tomando nota, admirándose de cómo se puede hacer un clásico que nos sigue pareciendo tan cercano como nuestras patologías de la vida cotidiana.

Shakespeare sigue siendo el más grande, pero también se le puede empequeñecer. No lo hicieron, y sus compañeros de reparto, estuvieron en grandes de la escena. Por cierto también me dicen que Fiennes es raro, tanto como para tener una mujer casi veinte años mayor que él, ¿por qué eso nos parece tan raro?

Yo también he visto otros grandes Shakespeares en ese teatro. Al menos a mí me parecieron grandes; lo representaban nuestros actores, naturalmente en español, eran aquellos tiempos en que aquí no se hablaba inglés, tiempos en que ni había nacido Penélope Cruz, perfecta en su inglés con Fiennes y en su inglés, americano, con el raro, y cienciólogo, Tom Cruise, que será raro pero no es tonto, otra vez pidió volver a la verdad de los huevos de casa Lucio. Viendo a los excelentes actores ingleses recordé a algunos de los grandes nuestros, José Bódalo, Carlos Lemos o Agustín González. No digo que ahora no tengamos grandes actores, ni mucho menos, pero no tenemos esa dedicación de los mejores a nuestros clásicos. Eso me lo comentaba uno que empezó en aquel teatro como chico del coro, Juan Echanove; querer vivir mejor, comer mejor, dice Echanove, nos lleva a la televisión y nos aparta del escenario de nuestros clásicos.

Leyendo el imprescindible libro que Lola Millás dedica a los que quieran saber más de Agustín González y su curiosa vida en el teatro y fuera de él, nos recuerda que hubo un tiempo en que en televisión también se hicieron los clásicos. Él, entre otros muchos, también supo decir, como si fuera un inglés, el monólogo de Marco Antonio. Toda una vida dedicada a la interpretación, muchas horas sobre las tablas, y, sin embargo, nunca se libró del miedo escénico. Otra patología. Recuerda Agustín González que cada tarde de teatro pensaba lo mismo que el gran Peter O'Toole, que iban siempre con la esperanza de que esa tarde pasara algo que hiciera suspender la función. Otra patología.

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