Crítica:'FOLK' | Carlos Núñez

El ritmo en las venas

Quienes pensaran que las músicas de genealogía celta atraviesan por un momento lánguido y decadente se habrían llevado un buen chasco el otro día en el Albéniz, con el más universal de los gaiteros vigueses ejerciendo el sumo sacerdocio del alborozo musical y la platea desmadrada en bailes, danzas y demás exhibiciones de júbilo. Sólo Núñez y unos pocos agitadores más -en el mejor sentido del término- pueden persuadir a un público variopinto y en apariencia circunspecto para que entrelace sus manos en un multitudinario an-dro bretón y acabe encaramándose a las tablas, en una demostración de que...

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Quienes pensaran que las músicas de genealogía celta atraviesan por un momento lánguido y decadente se habrían llevado un buen chasco el otro día en el Albéniz, con el más universal de los gaiteros vigueses ejerciendo el sumo sacerdocio del alborozo musical y la platea desmadrada en bailes, danzas y demás exhibiciones de júbilo. Sólo Núñez y unos pocos agitadores más -en el mejor sentido del término- pueden persuadir a un público variopinto y en apariencia circunspecto para que entrelace sus manos en un multitudinario an-dro bretón y acabe encaramándose a las tablas, en una demostración de que casi todas las inhibiciones tienen cura. Al autor de A irmandade das estrelas le corre el ritmo por las venas.

Carlos Núñez y amigos

Carlos Núñez (gaita, flautas, ocarina), Pancho Álvarez (bouzouki, voz), Begoña Rioboo (violín, voz, pandereta), Paloma Trigás (violín), Xurxo Núñez (batería, percusión, teclados), banda de gaitas Lume de Biqueira. Teatro Albéniz, ciclo Madrid EnCanto. Madrid, 8 de junio.

Núñez, no lo vamos a descubrir ahora, es un intérprete superlativo. Creció con una gaita bajo el brazo y sus amigos le recuerdan aleteando los dedos por las calles de Vigo, como si acariciara en todo momento un punteiro imaginario. Su técnica resulta abrumadora, como en la magnífica y muy acelerada Jigs & bulls; pero la elegancia y la finura exquisita se aprecian mejor en los momentos más sosegados, cuando el músico tiene tiempo de recrearse en los adornos, floreos o glissandos. En esos momentos, como el fandango que le enseñó Kepa Junkera o la sección central de ese Mar adentro que le regaló Amenábar, se engrandece la figura de aquel muchacho que desfilaba con el traje tradicional por el parque de Castrelos.

Los conciertos de un músico tan meritorio como éste sólo plantean una duda razonable, la que genera esa irrefrenable tendencia suya al manierismo escénico. Núñez agita las piernas, patea las tablas, eleva los brazos al cielo y con sus flautas dibuja círculos en el aire como si fuera un vaquero en pleno rodeo. A cada rato, por lo demás, profiere esos característicos aturuxos, berridos atávicos con los que los músicos tradicionales siempre han jaleado sus interpretaciones. Todo ello forma parte del espectáculo, seguramente, pero resulta tan reiterado, tan reincidente, que a ratos conviene cerrar un poco los ojos para descansar las retinas de tanto aspaviento.

Son objeciones menores, sin duda. Prevalece el gusto, la fuerza, la capacidad de improvisación. Atraviesa Núñez por un momento dulce, que le permite salir airoso incluso de una recreación gaitera del Bolero de Ravel y hasta invita a perdonarle la enésima versión de Mna na Heireann, el más arquetípico de los temas tradicionales irlandeses. Tal y como se le intuye de forma, este hombre puede ahora sacar adelante casi todo lo que le pase por la imaginación.

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