FUERA DE CASA

Fotos del natural

Mi cámara es mi móvil. De vez en cuando, las fotos salen movidas o aparece algo que no quería fotografiar; eso es lo mejor, como en aquella película de Antonioni, Blow up. Pero las mejores fotos son las que no he hecho. Las que otros han disparado, las que otros han mirado. Recorro la ciudad fotografiada. El Jardín Botánico está mucho más hermoso que las fotos que expone. El retratista de la ciudad como caos cotidiano, el inglés Stephen Gill, está en las antípodas de la belleza de esos jardines. Entre aquella hermosa vegetación, bajo los árboles, como en una foto movida, v...

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Mi cámara es mi móvil. De vez en cuando, las fotos salen movidas o aparece algo que no quería fotografiar; eso es lo mejor, como en aquella película de Antonioni, Blow up. Pero las mejores fotos son las que no he hecho. Las que otros han disparado, las que otros han mirado. Recorro la ciudad fotografiada. El Jardín Botánico está mucho más hermoso que las fotos que expone. El retratista de la ciudad como caos cotidiano, el inglés Stephen Gill, está en las antípodas de la belleza de esos jardines. Entre aquella hermosa vegetación, bajo los árboles, como en una foto movida, veo a la infanta Elena y a su marido, rodeada de silenciosos, tímidos y poco cortesanos fotógrafos. Ya no hay ningún Gyenes para los retratos de la aristocracia, de los ricos o los famosos. Creo que la Polakov también sacaba guapos a casi todos, pero me parece que tampoco está en esta movida fotográfica. Desde hace mucho, la clase obrera, los barrios marginales, los espacios industriales, la mestiza efervescencia del centro son las estrellas de la fotografía. Ahí si que tenemos en Madrid a los mejores, los ingleses de los años treinta observando y retratando a los trabajadores, los alemanes Becher mirando la arquitectura industrial o el gran William Klein acercándonos a las clases medias de las grandes ciudades o Montserrat Soto mostrando un Madrid que se parece más a las ruinas del Windsor que a la ciudad que quiere ser olímpica.

Me faltan muchos fotógrafos, muchas fotos, pero no me perdí el enamoramiento de Óscar Mariné con la ciudad de Buenos Aires. Apasionante viaje en taxi, paradas al ralentí en el barrio del Boca, hermosas chicas de la calle mirando a cámara y toda una galería de chulos, desempleados, ejecutivos y otros fantasmas que habitan la megalópolis que habla español. Al lado de Óscar, los macarras estilo acampanado de los años setenta en las ciudades colombianas vistos por Fernell Franco. Reales e irreales ciudades y ciudadanos que nos acompañarán durante un mes. Madrid, la capital europea del sí, una ciudad viva que no esconde la inquietante fotografía de lo que fuimos, lo que somos o lo que podemos llegar a ser. Hay fotos más bonitas, pero son mentira.

Con mi cámara me fui a la Feria del Libro. Con textos y pretextos me encontré con Antonio Gala, sigue firmando todo, también sus recuperados artículos de la transición en Sábado Gráfico, feliz de no vivir ya los tiempos en que a libros y autores les habrían querido meter en la Casa de Fieras. Harto de seguir topando con intransigentes civiles y clericales, me confesó: "Yo ya creo mucho más en la maquilladora que en Dios". Gala sigue saliendo muy bien en las fotos; no habrá milagros, pero todavía existen los maquilladores.

Discretamente maquillada, también me topé con Julia Navarro, en su carrera hacia los cielos de los novelistas que más han firmado y vendido en estos tiempos escépticos. Me saludó, pero la foto me salió movida. Yo, lo confieso, me atengo a la multa, estaba detrás de un seto y disimulando como Peter Sellers en El guateque. Es decir, ya sin poder disimular. Un consejo, a la Feria hay que ir liberado de urgencias mingitorias. Hay pocos lugares para el alivio, además están cerrados y vigilados. Y los setos ya no son lo tupidos que fueron.

Sin maquillar, con la palabra apasionada y la melena rubia al viento de los ventiladores de esas saunas que llaman pabellones, la querida Mercedes Milá nos hizo prometer que leeríamos la novela de una joven periodista, Sonsoles Ónega. Una historia de La Habana que ya estamos leyendo para que la Milá no nos lleve castigados a ninguna casa encendida o como se llamara aquello. La Milá conserva un fantástico primer plano.

Menos imperativo, menos fotogénico, seductor a su manera, el tierno e irónico Joan Margarit. Cabreado con la tontería, con la falsa polémica de la representación de los poetas catalanes en Francfort. Nos leyó, en compañía de otros, poemas en catalán y castellano. Gran poeta, gran comunicador y excelente arquitecto que está dispuesto a terminar la interminable Sagrada Familia. Muchos poemas le quedan hasta que lo veamos. Muchos poemas y quizá ningún himno. Margarit fue uno de los elegidos, uno de los invitados por el ex ex y más ex, presidente Aznar para escribir la letra de un nuevo himno español. El encuentro no fue en ninguna taberna como aquella letra de El cara el sol. No, fue en la sombra de La Moncloa. Los convocados poetas de la España plural, y seguramente con la ayuda del poeta que pasó por la política, Luis Alberto de Cuenca, fueron Ramiro Fontes, por gallego; Jon Juaristi, por vasco, Abelardo Linares, por Andalucía; Jiménez Lozano, por castellano, y naturalmente por Cataluña, el propio Margarit. Una idea que supera a aquélla de Leguina con el olvidado himno madrileño de García Calvo. Un himno nacional que nunca se hizo. Cada uno puso sus pegas, unos más que otros, que lo sé. Margarit no dijo ni sí ni no, sino todo lo contrario, propuso que el himno tuviera las cuatro lenguas. Estaba dispuesto a intentar sus estrofas en catalán. Idea desechada. Y así seguimos, con himno, sin letra. Otra foto que nos hemos perdido, los poetas del himno y el ex ex presidente que nunca tuvo quién le escribiera las letras. No era buena idea, no están los buenos poetas para escribir al dictado. Margarit quedó muy bien en esa foto de réquiem por un himno que nunca existió. Menos mal que nos queda la ironía, que, como él nos enseñó, es el sentido común de la derrota.

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