A PIE DE PÁGINA

Este viento de tiza

Poco a poco los sonidos comienzan a cambiar de tonalidad, anochece, las cosas se vuelven más delicadas y nítidas antes de desaparecer. Una luz blanca ha sustituido a la claridad azul, las sombras empiezan a crecer desde abajo hacia arriba con la tranquilidad lenta del sueño. La impresión de que estoy en casa de mis abuelos, pero ¿cómo, si fue vendida hace muchos años? El jardín, la rosaleda, el huerto, la parte de la caballeriza sin ningún caballo, a la izquierda del garaje. Había un sitio para que jugáramos y donde estaba permitido casi todo: andar en patines, gritar, jugar al ping-pong, hace...

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Poco a poco los sonidos comienzan a cambiar de tonalidad, anochece, las cosas se vuelven más delicadas y nítidas antes de desaparecer. Una luz blanca ha sustituido a la claridad azul, las sombras empiezan a crecer desde abajo hacia arriba con la tranquilidad lenta del sueño. La impresión de que estoy en casa de mis abuelos, pero ¿cómo, si fue vendida hace muchos años? El jardín, la rosaleda, el huerto, la parte de la caballeriza sin ningún caballo, a la izquierda del garaje. Había un sitio para que jugáramos y donde estaba permitido casi todo: andar en patines, gritar, jugar al ping-pong, hacer travesuras diversas. Mi abuela, en un arranque de ternura para con los nietos, lo llamaba, con su dulce simpatía habitual, la "casa de las coces". A la menor molestia llegaba la orden con ojos azules

Y yo me vengaba haciendo pis en las jarras que colocaba en lo alto de los armarios

-Idos a la casa de las coces

y yo me vengaba haciendo pis en las jarras que colocaba en lo alto de los armarios: tardaban días en descubrir el origen del olor. Puedo asegurar que era nauseabundo. Y a partir de la hora de cenar las habitaciones se llenaban de misterio. Las lagartijas alrededor de las lámparas de la terraza, en verano. Los paraguas rotos de los murciélagos.

Jerusalén, Jerusalén, me voy impregnando de ti. Al principio no me gustaron la monotonía de la piedra de las casas, el viento de tiza, la aspereza indiferente de las montañas. Pero después van entrando en nosotros sin que nos demos cuenta. Quizá mi abuela, viuda, anduvo por aquí en una de esas excursiones de señoras de edad en busca de un Dios de catecismo, parroquial y estrecho, que no me pertenecía, preocupado por gripes, manteles rasgados, fatalidades minúsculas. Tal vez estoy siendo injusto, señora, disculpe. Me acuerdo de que bordaba. Pienso que me quería. Creo que estoy siendo injusto, disculpe. Podía tener defectos pero era fuerte y valerosa. Leía novelas gordísimas en inglés. Malísimas, con cubiertas de colores, con parejas en una balaustrada y cosas así. Historias románticas, creo yo. Le gustaba, obviamente, Salazar. Eso lo comprendo, fíjese. Por extraño que parezca, lo comprendo. Me acuerdo de los cuadros que usted pintaba, naturalezas muertas, flores, firmados por Eva, con un garabato por debajo. Jerusalén, Jerusalén: este viento de tiza.

Poco a poco los sonidos comienzan a cambiar de tonalidad, anochece. Enciendo la lámpara para seguir escribiendo y el sofá, las sillas, el periódico en aquella mesa adquieren un sentido nuevo, un aspecto más útil. Manzanas y naranjas en el frutero, una acuarela en la pared, tan contenta por sentirse bonita, interesada en mi opinión, pobre:

-Soy atractiva, ¿no?

No es muy atractiva pero da igual. Le digo con la cabeza que sí y aumenta enseguida de tamaño, feliz, mientras las sombras empiezan a crecer desde abajo hacia arriba con la tranquilidad lenta del sueño. Si tuviese aquí una de aquellas historias románticas de mi abuela, doy mi palabra de honor de que la leería. Espero que acabe bien, que transcurra en la Riviera, que el padre de la heroína la bendiga, desde su lecho de enfermo, con la mano dura pero sensible de héroe de la Fuerza Aérea inglesa con veintiséis pilotos alemanes abatidos. Cualquier día, en su memoria, amándome en una trama así. Y se la dedico. Póngase en guardia. Prepárese. Observe sólo al niño de la casa de las coces haciendo algo como es debido en lugar de esconder pis en las jarras. Al descubrirlas apenas me riñó. Tengo la esperanza de que haya entrevisto en mí a un chico con humor, aunque maldita sea la gracia que el amoníaco puede tener. Hay algo que admiro en usted: media hora antes de morir, a los ochenta años y pico, estaba encaramada en una mesa desenroscando las bombillas del techo. Después se acostó. Pasaron unos minutos más y listo. Tal como me había dicho, le puse la foto de mi abuelo debajo del vestido. Y se fue. ¿Adónde? Cuénteme dónde está, señora. Supongo que en un lugar lleno de dramas en inglés y de naturalezas muertas firmadas por Eva, con un garabato por debajo. Jerusalén, Jerusalén: las sirenas de los coches de la policía todo el tiempo. La orden con ojos azules

-Idos a la casa de las coces

y le pido disculpas pero no puedo: la seguridad israelí no se responsabiliza de lo que me haya ocurrido durante la infancia. Pero habrán de liberarme, espero, de este viento de tiza.

Traducción de Mario Merlino.

FERNANDO VICENTE