Crítica:ÓPERA | 'La Traviata'

Aire fresco

Las funciones fuera de abono tienen en el Real un sabor distinto. Entre el público no abonado, pero entendido, y el que llega por vez primera se crea un clima que suma al goce estético una suerte de celebración extraordinaria, de manera que el aire, en lugar de cortarse con un cuchillo, se hace como más fresco. Luego, las cosas pueden salir mejor o peor, pero que no se diga que el ambiente no está por la labor del triunfo.

Y lo hubo, y con razón. La verdad es que mimbres había y la empresa apostaba sobre seguro reponiendo la producción de Pier Luigi Pizzi que tanto había gustado en su p...

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Las funciones fuera de abono tienen en el Real un sabor distinto. Entre el público no abonado, pero entendido, y el que llega por vez primera se crea un clima que suma al goce estético una suerte de celebración extraordinaria, de manera que el aire, en lugar de cortarse con un cuchillo, se hace como más fresco. Luego, las cosas pueden salir mejor o peor, pero que no se diga que el ambiente no está por la labor del triunfo.

Y lo hubo, y con razón. La verdad es que mimbres había y la empresa apostaba sobre seguro reponiendo la producción de Pier Luigi Pizzi que tanto había gustado en su presentación la temporada pasada. El concepto de Pizzi se sostiene sobre dos aspectos: la situación cronológica de la acción en el París ocupado de la Segunda Guerra Mundial y la realización de una escenografía de muy cuidada decoración. Lo primero, simplemente, no tiene sentido, pues es imposible pensar en unos personajes así en un ambiente que quiere tener algo de viscontiniano, pero se queda en el camino, sin arriesgar de verdad. Violetta Valéry pertenece a su época y acercarla al hoy es disminuirla. Respecto de la escena, Pizzi cae en el primer acto en la tentación del exceso de esa información complementaria que suele distraer de la principal al público. Sobre el decorado, nada que oponer, incluido el vacío y oscuridad de la habitación de Violetta en el tercer acto.

La Traviata

Verdi. Norah Amsellem (Violeta Valéry). José Bros (Alfredo Germont). Renato Bruson (Giorgio Germont). Dirección de escena, decorados y vestuario: Pier Luigi Pizzi. Dirección musical: Jesús López Cobos. Madrid, 20 de marzo.

En lo canoro se repetía igualmente el reparto de la primera vez. Si entonces Norah Amsellem nos pareció una estupenda cantante, hoy se puede decir que su Violetta es ya una de las mejores de los últimos tiempos. Pero, además, es lícito pensar que su inteligencia va a llevarle todavía más allá en la caracterización de un personaje al que presta una voz muy bella, controlada con muy buena técnica, sobre todo en medias voces y en pianos. Añádase a ello una figura más que creíble y el resultado no puede ser sino el que es: sensacional. José Bros le brindó una réplica apasionada y precisa, excelente en el decir, con un admirable buen gusto, aunque cabe pedirle algo más en lo actoral. Renato Bruson sigue siendo un verdadero animal escénico, un Giorgio Germont con toda su carga de hipocresía contenida. La voz nota el paso del tiempo —incluso en relación a su Scarpia madrileño—, no en vano el año próximo cumplirá los setenta, pero el artista permanece incólume.

Jesús López Cobos hizo en el foso un trabajo de una extraordinaria finura con una Orquesta Sinfónica de Madrid que lució esa calidad que debe exigirse en el Real. Al director zamorano, sin duda, le gusta La traviata y la entiende a las mil maravillas. No faltó un matiz, un subrayado, un guiño de esa orquesta verdiana que aquí tiene tantas cosas que decir. El coro también estuvo a la altura. Y tanta excelencia, como no podía ser de otro modo, recibió las aclamaciones de ese público al que hay que hacerle volver a la ópera.

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