Reportaje:CINE DE ORO

'Con la muerte en los talones'

Mañana, sábado, EL PAÍS ofrece el libro-DVD de la película de Alfred Hitchcock

"Practico este gusto por el absurdo de manera totalmente religiosa". Así contestaba Alfred Hitchcock a François Truffaut en el curso de sus famosas conversaciones recogidas en su libro El cine según Hitchcock. Y así comienza esta historia, de manera religiosamente absurda.

Esta usted en el hotel Plaza en Nueva York y decide poner un telegrama a su madre, levanta la mano justo en el momento en que el botones recorre el Oak Bar repitiendo en voz alta el nombre de George Kaplan, dos hombres en la puerta del bar le ven levantar la mano y, claro está, le toman a usted por George Kapla...

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"Practico este gusto por el absurdo de manera totalmente religiosa". Así contestaba Alfred Hitchcock a François Truffaut en el curso de sus famosas conversaciones recogidas en su libro El cine según Hitchcock. Y así comienza esta historia, de manera religiosamente absurda.

Esta usted en el hotel Plaza en Nueva York y decide poner un telegrama a su madre, levanta la mano justo en el momento en que el botones recorre el Oak Bar repitiendo en voz alta el nombre de George Kaplan, dos hombres en la puerta del bar le ven levantar la mano y, claro está, le toman a usted por George Kaplan y de pronto, ya no es usted el espectador de esta película, sino su protagonista. Estamos ante el comienzo de un viaje North by Northwest, que aquí conocimos siempre como Con la muerte en los talones. Para como van los títulos traducidos por los distribuidores nacionales no está mal del todo, aunque cuenta demasiado, mucho más que ese sutil título en inglés, que apenas marca una dirección, la que Hitchcock y su guionista, Ernest Lehman, esperaban llevase a su audiencia desde el Oak Bar del hotel Plaza hasta los presidenciales rostros tallados en piedra de ese lugar absurdo, pero real, llamado monte Rushmore. Y lo más extraño es que en lugar de esta película deberíamos estar viendo la historia de un barco fantasma. El Mary Deare, según la novela de Hammond Innes. Al menos para eso contrató Hitch a Lehman, pese a que casi dos meses de trabajo después, director y guionista habían llegado a la conclusión de que eran incapaces de encontrar la película que escondía esa novela, de manera que Lehman, guionista, entre otras, de West Side Story y Sonrisas y lagrimas y que repetiría con Hitchcock en La trama, presentó su dimisión, a lo que Hitch respondió: "Querido Ernie, nos llevamos tan bien que sería una pena dejar de trabajar juntos. Si esta historia no funciona, pensemos en otra: siempre quise hacer algo que terminase con una persecución por las caras del monte Rushmore...".

"Siempre quise hacer algo que terminase por las caras del monte Rushmore"
"Para cuando lleguen al final de la película, los espectadores ya habrán pagado la entrada"

Ése fue el germen de Con la muerte en los talones. Una imagen. Algo habitual para Hitchcock, que solía montar sus historias alrededor de imágenes, de momentos de cine formados en su cabeza de manera tal vez caprichosa, pero nada accidental. Imágenes que pertenecían al territorio vallado de su genio creativo, que surgían de sus sueños diurnos, frutos de un intelecto muy despierto, imágenes que formaban parte de lo que él llamaba siempre la pesadilla realista. ¿Qué es la pesadilla realista? Seguramente un cesto imaginario hecho con mimbres de la realidad. Hitchock tomaba esquinas muy concretas de lo real, y las reproducía con sumo cuidado, para construir un mundo imaginario del que el espectador no pudiera desconfiar hasta que fuera ya demasiado tarde. Su pericia, su celo en esta tarea y la entusiasta respuesta del público le valieron el sobrenombre de mago del suspense, algo que le quedaba muy corto, y le confinaron también al espacio reservado para los más ilustres artesanos de la industria del cine, una cárcel de oro, un lugar muy noble, al que sin embargo no pertenecía. En su tiempo, Alfred Hitchcock no fue considerado un autor serio. La arrogante Pauline Kael, decana de la crítica cinematográfica y gran metepatas, dijo de él que era más un prestidigitador que un artista, de ahí que cobre fuerza la hermosa paradoja de que fueran precisamente los autores por excelencia, esos jóvenes cineastas de la nouvelle vague, con Godard y Truffaut a la cabeza, quienes más hicieran por recuperar la figura del gran Hitchcock como autor total, como cineasta absoluto, hasta devolverle al sitio que su obra merecía. Un lugar privilegiado entre los más grandes artistas del siglo XX. Cuando Godard hablaba de la muerte del cine se refería, al menos en parte, al fantasma de Vértigo. Una película que hace por el cine casi todo lo que puede hacerse y que aún pasea su espectral figura entre los aburridos fotogramas del cine actual. Hablando de Vértigo, no estaría de más situarnos. Con la muerte en los talones se rueda justamente entre esa maravillosa película, puede que la mas hermosa jamás filmada, y el penúltimo salto mortal de Hitchcock: Psicosis. Estamos, tal vez, en el momento álgido de la carrera de un genio, un periodo al que cuesta encontrarle un principio -ya sus primeras cintas contenían imágenes de gran potencia-, pero al que no me resulta difícil buscarle un final: el último plano de Marnie. A partir de ahí, hay momentos e incluso películas muy sólidas, como Frenesí, pero el sueño se ha roto, o al menos cojea. Muchos de sus más fieles colaboradores han muerto, los estudios no trabajan ya sobre decorados, su sistema se ha derrumbado. Hay quien ha puesto el límite mucho antes, pero tanto Los pájaros como la propia Marnie, dos películas muy mal consideradas, y por lo tanto muy mal vistas, son joyas imposibles de ignorar.

Volvamos al norte del título original o a esa muerte en los talones de Cary Grant, que casi, y digo casi, le hace perder la sonrisa. Uno de los primeros aciertos de Hitchcock y Lehman es comenzar su historia con un mero accidente, cuando Thornhill, el verdadero nombre del protagonista, levanta la mano buscando al botones y es confundido por los malos, guionista y director están sustituyendo a su vez al espectador por el protagonista. A partir de entonces la muerte está precisamente en nuestros talones, o por así decirlo, en una representación sublimada, ideal, de nosotros mismos, es decir, Cary Grant. Somos los protagonistas de un sueño, parte romance, parte aventura, parte pesadilla; un sueño que tiene lugar en la dimensión real de lo imaginado. Para Hitchcok, el cine es tan real, dentro de sus parámetros, que apenas se preocupa por ensuciarlo con pretensiones de realismo. Su tamaño como artista se debe en gran parte a que respeta obsesivamente los límites del arte, que no nació precisamente para reflejar la realidad, sino para construir una realidad propia, un plano de existencia paralelo. No es casualidad que casi todas las grandes películas tiendan de una manera u otra y por caminos muy distintos a la abstracción.

Cuando comienza la famosa secuencia del campo de trigo y la avioneta, nos encontramos en tierra de nadie, en un no lugar de la mente, todo lo que allí sucede está dentro de una trama más o menos bien construida, pero no pertenece a esa trama, sino al territorio del cine. Hitchcock tallaba sus películas cuidadosamente para llegar a ese extremo, y cabe imaginar que no tanto por su público, aunque, a diferencia de otros autores, se preocupó siempre por llevar a su público de la mano, sino por él mismo. Debajo de su fachada irónica, de su humor negro, debajo de su necesidad de formar parte activa de una industria millonaria, que libera y aprisiona al mismo tiempo, debajo de frases tan suyas como aquella que repetía a los guionistas: "Para cuando lleguen al final de la película, ya habrán pagado la entrada", o de su famoso, "No es más que una película", se escondía sin duda el mismo tormento y el mismo éxtasis que pueda imaginarse en cualquier otro gran artista. Un hombre al que probablemente el mundo real había despreciado, su físico le marcó desde la niñez, y que decidió, por tanto, despreciar lo real, o sublimarlo, que viene a ser lo mismo.

Por supuesto que después de esta sesuda exposición uno espera encontrarse con otra película y no con la sucesión de glamour, acción, ingeniosos diálogos y localizaciones espectaculares que también es Con la muerte en los talones. Recordemos que toda la obra de Hitchcock funciona en distintos niveles. Estamos ante una excitante cinta de aventuras, y al mismo tiempo, ante una obra maestra que incluye elementos tan hermosos como una mujer matando a un hombre para salvarle la vida. Una mujer real, que protege a un hombre imaginario (justo al contrario que en Vértigo), y un protagonista que deja de ser quien es para convertirse en un hombre que no existe, en un señuelo, alguien que pierde su identidad y va poco a poco reafirmándose en en ese juego de representación, hasta diluirse por completo en el territorio de lo inventado. Cary Grant no es, finalmente, sino el protagonista de una historia en ese mundo real que es el cine. Como decía el artista norteamericano Robert Smithson, "Sólo las apariencias son fértiles". Hitchock compuso plano a plano una sinfonía perfecta de apariencias, un sueño real. Cuando Cary Grant se pone el traje de ese hombre verdadero pero inexistente que es George Kaplan, se da cuenta de que le queda muy corto. La realidad, viene a decirnos Hitchcock, es siempre más pequeña que el arte.

Este texto se incluye en el libro-DVD de Con la muerte en los talones, que se pone a la venta mañana, sábado.

Cary Grant y Eva Marie Saint, en un fotograma de Con la muerte en los talones.

El espía que nunca existió

Con la muerte en los talones se realizó en 1959. Sus protagonistas fueron: Cary Grant, Eva Marie Saint, James Mason, Martin Landau. Leo G. Carroll, Josephine Hutchinson, Philip Ober, Edward Platt, Adam Williams y Jessie Royce Landis.

Director: Alfred Hitchcock. Producción: Herbert Coleman y Alfred Hitchcock. Guión: Ernest Lehman. Director de fotografía: Robert Burks. Música: Bernard Herrmann. Montaje: George Tomasini. Dirección artística: Robert F. Boyle, Henry Grace, William A. Horning, Frank R. McKelvy y Merrill Pye.

Nominada a los oscars al mejor guión original, mejor dirección artística y mejor montaje. Al parecer, fue el periodista Otis L. Guernsey quien sugirió a Hitchcock la idea de un hombre que es confundido con un agente secreto inexistente, un hecho basado en una historia real de la Segunda Guerra Mundial.

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