Columna

El recelo

La casualidad me hace coincidir, en las clases de rehabilitación de mi pierna operada, con el economista Lluís, al servicio de sus vecinos perjudicados por el accidente del barrio barcelonés del Carmel. Los convalecientes nos la pasamos hablando de las víctimas de los derrumbamientos. Nos sabemos ciudadanos que podrían hallarse en el lugar de quienes hoy padecen la pérdida, si no de la vida, sí de todos sus referentes anteriores y de aquello por lo que trabajaron, se esforzaron y recibieron la recompensa del orgullo propio y el recuerdo indeleble de la hipoteca.

Frente de ellos, a nosot...

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La casualidad me hace coincidir, en las clases de rehabilitación de mi pierna operada, con el economista Lluís, al servicio de sus vecinos perjudicados por el accidente del barrio barcelonés del Carmel. Los convalecientes nos la pasamos hablando de las víctimas de los derrumbamientos. Nos sabemos ciudadanos que podrían hallarse en el lugar de quienes hoy padecen la pérdida, si no de la vida, sí de todos sus referentes anteriores y de aquello por lo que trabajaron, se esforzaron y recibieron la recompensa del orgullo propio y el recuerdo indeleble de la hipoteca.

Frente de ellos, a nosotros, la clase política que nos administra. Tan lejos, después de todo.

La ciudadanía de principios del tercer milenio es indiferente, egoísta y desconfiada. Somos nosotros quienes aparcamos en doble fila y nos quejamos cuando otro coche nos impide salir. Somos nosotros quienes ponemos la tele a un volumen más alto de lo necesario y conveniente; quienes educamos hijos que bajan las escaleras saltando con los patines o que irrumpen a altas horas de la noche en la plaza o la acera, pateándola con una tabla de skating. Somos nosotros quienes infringimos las reglas del tráfico y de la convivencia, sin otra preocupación que la de que no nos pillen haciéndolo.

Resulta bastante lógico que desconfiemos de la gente como nosotros, que ha llegado a la política y se ha convertido en autoridad. Los profesionales de la Administración deberían tener en cuenta este rasgo característico de la ciudadanía resultante del neoliberalismo practicado hasta el desamparo desde los noventa. Nos hemos vuelto cínicos, pero también nos hemos vuelto infinitamente frágiles. Y necesitamos a nuestros políticos. Al otro lado del boquete del Carmel tiene que haber un hombre o una mujer que nos tienda la mano, rápidamente, fraternalmente, eficazmente, para saltar la mala racha. De lo contrario, ese agujero lo llenará fácilmente un populista, por ejemplo, uno de los que ahora levitan defendiendo su no a la Constitución Europea, su egoísmo populachero contra la solidaridad de la convivencia.

Lo que la ciudadanía del Carmel pide es aquello de lo que nos enseñaron a recelar. Si alguien la defrauda, todos nos haremos peores.

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