Crítica:CLÁSICA

Palabras de maestro

Hay lugares que casan a la perfección con ciertas músicas y uno en Cádiz, hasta hace nada bien secreto, que tiene que ver con la de Haydn. Se trata de la Santa Cueva, fundación de finales del XVIII para caballeros disciplinantes que atesora tres cuadros de Goya como tres soles y que tuvo a bien encargarle en su día al músico austrohúngaro Las sietes palabras. Cosas de ese Cádiz liberal, clásico y romántico, religioso e ilustrado en el caso de estos señores, tan suyo y tan abierto, capaz de encerrar en su hermosura estas sorpresas.

Dentro de su ciclo Música y Patrimonio, la Fundac...

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Hay lugares que casan a la perfección con ciertas músicas y uno en Cádiz, hasta hace nada bien secreto, que tiene que ver con la de Haydn. Se trata de la Santa Cueva, fundación de finales del XVIII para caballeros disciplinantes que atesora tres cuadros de Goya como tres soles y que tuvo a bien encargarle en su día al músico austrohúngaro Las sietes palabras. Cosas de ese Cádiz liberal, clásico y romántico, religioso e ilustrado en el caso de estos señores, tan suyo y tan abierto, capaz de encerrar en su hermosura estas sorpresas.

Dentro de su ciclo Música y Patrimonio, la Fundación Caja Madrid ha tenido la buena idea de recordar el hecho con otro encargo, algo más de dos siglos después, para ser estrenado en el mismo sitio y con el mismo título haydiano, que completo es: Las siete últimas palabras de Jesucristo en la cruz. La elección de un autor como José Luis Turina (1952) hacía pensar en el acierto de la empresa, pero los resultados han superado cualquier augurio por optimista, y con razón, que pudiera ser. Lo que hace el músico madrileño es, de entrada, emocionar con una escritura que nace de la inteligencia, del dominio y de esa admirable facultad que posee para lo que llamamos comunicación.

Cuarteto Brodsky

Obras de Haydn y José Luis Turina. Santa Cueva. Cádiz, 30 de octubre.

Belleza sorprendente

El orden de las siete palabras no coincide con el relato evangélico ni, por tanto, con el del modelo -que no es tal- haydiano, y Turina sigue más una narratividad, digamos, anímica, se entrega a la sucesión de cada episodio comenzando por el final -la muerte- para llegar a la promesa del paraíso al buen ladrón -la esperanza. Hay como un juego tonal bien consciente que funcionara como una sucesión ordenada de encuadres que gradúan la luz, que matizan los colores.

Y el resultado es de una belleza sorprendente, acongojante, que atrapa al oyente desde el primer compás y que recuerda la desolación elegante y serena del Cuarteto nº 3 de Britten. Lo que Turina aparentemente relata es, en realidad, una reflexión cuyo carácter de música pura la salva para siempre, como ocurre en toda gran música religiosa, y ésta lo es de cabo a rabo.

La buena suerte de la música española en sus últimos estrenos cuartetísticos siguió con Turina. Si a Rueda lo estrenó el Arditti y a Sotelo el Artemis, a él le ha puesto en atriles su nueva obra el Brodsky, un cuarteto que sigue siendo muy sabio -Paul Cassidy y Jacqueline Thomas son como de la familia para cualquier aficionado- y que goza ahora de un primer violín -Ian Belton- con el que cruzar tranquilos cualquier mar proceloso. Y como complemento, dos cuartetos del señor Haydn absolutamente prodigiosos: los del Op. 77. Los hicieron tan bien los del Brodsky, que, al final, tras dos propinas fallescas, se les aplaudió por tangos, lo que en Cádiz ya tiene tela.

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