FUERA DE CASA

Blancos y negros del ajo

El ajo repite. Se repite. Como la morcilla. Como la historia de España. La semana se puso de ajo y agua. Hay repeticiones que nos dan gusto. Por ejemplo, repetimos Don Quijote de La Mancha, de Francisco de Rico, y un poco de Miguel Cervantes. Y no está mal. Al menos está excelentemente ilustrado por Eduardo Arroyo, el pintor escritor que se nos aparece un día sí y otro también. Repetido Arroyo, un día en la madrileña galería Metta con sus cosas, otro en compañía del quijotesco Rico, además de estar entre los más destacados pintores de los "diez mil hijos de EL PAÍS"...

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El ajo repite. Se repite. Como la morcilla. Como la historia de España. La semana se puso de ajo y agua. Hay repeticiones que nos dan gusto. Por ejemplo, repetimos Don Quijote de La Mancha, de Francisco de Rico, y un poco de Miguel Cervantes. Y no está mal. Al menos está excelentemente ilustrado por Eduardo Arroyo, el pintor escritor que se nos aparece un día sí y otro también. Repetido Arroyo, un día en la madrileña galería Metta con sus cosas, otro en compañía del quijotesco Rico, además de estar entre los más destacados pintores de los "diez mil hijos de EL PAÍS". No le parece suficiente y amenaza con libro y polémica sobre arte: "Los bigotes de la Gioconda". Lo esperamos, nunca nos aburrimos por bañarnos dos, tres, muchas veces en el mismo arroyo.

Otro repetidor es Paco Rico. Que regresa con Quijote renovado, en otro lugar, con otros ilustradores, estudiosos y presentadores, algunos tan contrastados en su capacidad de doblarse como Pepe García-Velasco, capaz de hablar en su condición de responsable de la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales y, a los pocos minutos, transformarse en el director de la Residencia de Estudiantes. Sin perder el talante, ni la sonrisa. ¿No puede Rico estar a la vez en el Tormes y en La Mancha?, pues eso. Francamente me gustan, me divierten y me admiran estas personas con capacidades de repetir sin agotarse, sin agotarnos. Aunque bien es verdad que más me complacerían si se repitieran los cultos dardos, los venenos verbales entre Andrés Trapiello y Paco Rico. No llegan a ser como aquellos entre Quevedo y Góngora, pero dan su juego. Todavía recuerdo con regocijo aquellos mandobles quijotescos que Rico lanzó a Trapiello cuando le retrataba como "ignorante hablador... sin tiento y sin discurso". Y Trapiello contestaba con aquello de "Francisco Rico, Paquito o Pacolete, mi simple Paco". Pero lo mejor fue cuando el repetidor, triplitidor Trapiello -que publica al tiempo una extraordinaria novela de aventuras quijotescas sin Quijote, un libro de poemas y sus diarios-, aseguró tener testigos para afirmar que Rico no había leído el Quijote, que solamente necesitó leer los primeros capítulos para perpetrar su "crimen". No sé cuánta verdad hay en esta afirmación de Trapiello, pero lo que es indudable es que para no haberlo leído, Rico es un maestro en la puesta en escena, en la simulación y en el cobro de los derechos de una obra que nos sigue dando mucho juego así que pasen cuatrocientos años.

Otros repetidores son los de Ajoblanco. Tercer intento de resurrección de aquella acracia feliz de los años setenta. Probado este nuevo ajo y mirando hacia atrás sin ira, mucho me temo que a la tercera va la vencida y derrotada. Los muy reconvertidos restos de aquella tropa, parte de aquellos que quisieron incendiar los años setenta, y que consiguieron un poco de fuego, como para encender un canuto, se presentaron en la Biblioteca Nacional. Ahí sí que se están produciendo fuegos nada fatuos, claro que no es lo mismo la llama de Rosa Regás que la tibieza de Luis Racionero. El anterior director de la Biblioteca, visible cabeza del primer ajo, uno de los que representaron la culta, hippiosa y blanca escritura de una cierta acracia que iba de camino a la derecha católica y poco sentimental. Racionero pasó de los aromas de California a la quietud oriental, de allí al ajo y del ajo a la superstición. A veces, el ajo repite para peor. También vimos en las fotos ajadas de los años setenta a una insólita Karmele Marchante. Otra que cambió de sabores, de la furia del ajo a las fieras con "salsa rosa".

No es la única, otras han pasado de ser chicas de alterne a creerse más princesas que doña Leticia, del glamour marbellí a los aromas de la medina de Tánger. Todos cambiamos, también el director, o así, de aquel Ajoblanco, Pepe Ribas, ha cambiado sus sabores, su cocina y sus señoritos. Ahora, no sé si por infección quijotesca, pretende hacer supervivir la revista sin publicidad. No está mal eso de soñar; lo malo es que, cuando te despiertas, el dinosaurio ya estaba allí. Y ésos compran pocas revistas. Creo que deberían tener cuidado con algunos chistes entre ingenuos y peligrosos que aparecen en el nuevo ajo. Por ejemplo: "¿Para qué agencia hace usted publicidad?". / "No, soy periodista". / "Entonces, ¿para qué periódico?". ¿Quiere Ribas que le recordemos para qué periódicos han trabajado los ajoblanquistas de antaño? Una cosa es haber sido utópico, incendiario en los setenta. Otra cosa son los braseros en los que nos hemos tenido que calentar. Ahí está, desmarcado de estos ajos de ahora, el sagaz atizador de Quim Monzó, que desde sus columnas, sus cuentos o sus novelas, sigue cocinando con ajos tan eficaces y sabrosos como los que cada día toma Bigas Luna.

La semana de ajo y agua tuvo otras presencias de las que levantan el ánimo, las ganas y los deseos de volver; por ejemplo, Leonor Watling, una asignatura que no nos importaría repetir. Mientras esperamos su película de miedo con Álex de la Iglesia -otro que repite, para el cine estrena Crimen ferpecto, y para la televisión, otra en la senda de Ibáñez Serrador-, nos hemos concedido el placer de revisitarla en su papel de cantante de Marlango. Repetimos con Leonor como repetimos con el ajo, con la historia y con las buenas morcillas.

Andrés Trapiello.

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