Reportaje:GIMNASIA | El lado cruel del deporte

"Comíamos papel"

La rumana Iulia Moldovan relata las penurias vividas bajo un sistema de entrenamiento espartano

Madrid, octubre de 2001. Campeonatos del Mundo de gimnasia rítmica. Iulia Moldovan forma parte de la selección rumana, otrora una potencia de la especialidad. Iulia, entonces de 18 años, no tiene la cabeza en la competición, está descentrada. Su novio, inmigrante rumano establecido en una pequeña población valenciana, Aielo de Malferit, la llama por teléfono, la presiona para que se quede junto a él, para que no vuelva a Bucarest, al Compex 23 August, el centro de alto rendimiento donde se entrena ocho horas diarias bajo la dictadura de María Garba, la durísima entrenadora que con sus e...

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Madrid, octubre de 2001. Campeonatos del Mundo de gimnasia rítmica. Iulia Moldovan forma parte de la selección rumana, otrora una potencia de la especialidad. Iulia, entonces de 18 años, no tiene la cabeza en la competición, está descentrada. Su novio, inmigrante rumano establecido en una pequeña población valenciana, Aielo de Malferit, la llama por teléfono, la presiona para que se quede junto a él, para que no vuelva a Bucarest, al Compex 23 August, el centro de alto rendimiento donde se entrena ocho horas diarias bajo la dictadura de María Garba, la durísima entrenadora que con sus espartanos métodos impulsó a las gimnastas rumanas a lo más alto, a codearse con rusas, bielorrusas, ucranias y búlgaras.

"Nos prohibían beber agua para que no se nos hinchara el estómago; también nos pegaban"

"Llegamos a comer papel", cuenta ahora Iulia, instalada desde octubre de 2001 en la provincia de Valencia. Primero en Aielo de Malferit, ahora en Ontinyent. "En las habitaciones de los hoteles, la víspera de las competiciones, comíamos papel para engañar al estómago. Si ingeríamos cualquier alimento corríamos el riesgo de ganar peso y exponernos a una buena tunda". La gimnasta, ahora también entrenadora, relata una niñez de penurias, de mucho sacrificio, de crueles prácticas destinadas a alcanzar la perfección en el ejercicio. "Miro atrás y no sé cómo pude aguantar aquél calvario. Nos castigaban sin comer si engordábamos unos gramos; nos pegaban. A mí me pegaron sólo dos veces, pero nunca lo olvidaré. Cachetes en la cabeza, en las piernas, en cualquier sitio. Nos prohibían beber agua para evitar que se nos hinchara el estómago. A cambio nos daban una bebida energética que no sé lo que era. El caso es que te acabas acostumbrando. Se te encoge el estómago y pasas con lo que te dan".

En octubre de 2001, tras los Mundiales de Madrid, Iulia dejó de ser gimnasta de élite. "Me escapé por la noche para irme a Aielo", cuenta; "pedí a la secretaria de la delegación rumana que me dejara la documentación, mi pasaporte, pero temían perderme y rechazaron la petición. No tuve más remedio que marcharme a escondidas".

Iulia no escapó ni se refugió en Valencia para huir del "calvario" de la gimnasia. Lo hizo por amor. De hecho, hay cierta melancolía en su relato; reconoce que le duele haber tenido que dejar la gimnasia tan pronto y de manera tan imprevista, cuando estaba arriba y camino de los Juegos de Atenas. Ella fue una alumna obediente y aplicada. "Es que para estar arriba debe ser así. No hay otra manera. Sé que es muy duro, pero la belleza del ejercicio depende mucho del aspecto del gimnasta. Cuanto más delgada estás, más bella es la coreografía. Si coges unos michelines, tú no te encuentras bien. A mí me pasaba. Y eso que nunca he tenido anorexia, pero cogía peso y me iba a correr con tres chándals encima. Lo hacía antes de que me castigaran. Hay compañeras que vomitaban adrede. Yo me podía contar hasta las costillas, una a una".

La situación de las gimnastas despertaba la compasión de sus compañeros, con menos restricciones alimentarias. "Ellos nos pasaban comida siempre que podían". Iulia refiere en tono jocoso algunas vivencias. "Recuerdo una concentración en Venezuela en la que nos pusieron para cenar un enorme pollo con patatas fritas. Teníamos miedo a mirarlo, no nos lo podíamos creer. La entrenadora nos miraba fijamente. Al final nos lo comimos y luego vino la bronca". Entre las gimnastas también surgía el recelo. "De mí", afirma Iulia, "pensaban algunas compañeras que era una chivata, por eso cuando se iban a comprar chucherías luego no me daban".

La vida de Iulia dio un brusco giro en cuanto cogió sus maletas para encontrarse con su novio en la provincia de Valencia, a muchos kilómetros de su Bistrita, la misma ciudad donde nació la gran fondista Gabriela Szabo, al norte de Rumania. "Allí aún viven mis padres y mi hermano. Yo me fui a Bucarest a los nueve años, cuando me captó la federación rumana de gimnasia", cuenta. A su madre no le hizo ninguna gracia. Fue su padre quien la animó. "Él era balonmanista y me apoyó. 'Si no aguantas te vuelves', me decía". Iulia dejó de ver a su familia con asiduidad: "Sólo iba a Bistrita una o dos veces al año, en Navidad y Semana Santa. Lo más duro era estar fuera de casa, a tanta distancia. Porque a mí me gustaba entrenarme y competir".

Iulia disputó los Campeonatos del Mundo de 1999 y 2001, en Japón y Madrid, y los Europeos de 1998 y 2000, en Portugal y Zaragoza. "A Japón fui con el pie roto, vendado e infiltrada. Debía competir para tratar de ganarme el pase a los Juegos de Atenas, que eran mis Juegos, porque para los de Sydney no tuve tiempo de clasificarme". Cuatro años después, esta admiradora de la rusa Anna Bessonova -"para mí la mejor"- da clases de gimnasia a niñas y adolescentes en Ontinyent, a unos 80 kilometros de Valencia. "Sé que no puedo ser tan dura con ellas como lo fueron conmigo. Me acabarían echando del pueblo".

Iulia Moldovan, en el polideportivo municipal de Ontinyent, en Valencia, la semana pasada.CIO / PACO GRAU

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