Columna

Ángel

Cuando llegué a Madrid, hace 23 años, no había antro sensato de la vieja ciudad -quiero decir lugares donde se tomaran copas y se hablara, sobre todo se hablara, y hubiera buena música, pero bajita-, no había antro, pues, en donde las mujeres no se volvieran locas por los ojos de mar, el talento, la labia y la gorra de marino de Ángel Fernández-Santos. Compañero: con tu marcha se va de este mundo una cuota de integridad pareja a la que ya nos arrebató la muerte de Joaquín Vidal. Vaya vida nos dejas, compañero, cada vez más infiltrada la grasa en el músculo.

Mariposeaban las mujeres a tu...

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Cuando llegué a Madrid, hace 23 años, no había antro sensato de la vieja ciudad -quiero decir lugares donde se tomaran copas y se hablara, sobre todo se hablara, y hubiera buena música, pero bajita-, no había antro, pues, en donde las mujeres no se volvieran locas por los ojos de mar, el talento, la labia y la gorra de marino de Ángel Fernández-Santos. Compañero: con tu marcha se va de este mundo una cuota de integridad pareja a la que ya nos arrebató la muerte de Joaquín Vidal. Vaya vida nos dejas, compañero, cada vez más infiltrada la grasa en el músculo.

Mariposeaban las mujeres a tu alrededor, pero con respeto. Eso que siempre inspiraste, a cualquiera que mereciera la pena.

Su mirada y el resto de cualidades -incluida la gorra, idéntica a la de Humphrey Bogart en Tener y no tener; igual de aventurera- siguieron haciéndome compañía en esta Redacción y en algún que otro festival, sobre todo en Donostia. Recuerdo la mañana en que abandonaste, rezongando, la proyección de Oficial y caballero: menuda memez fascistoide, dijiste, y te refugiaste en el Guria. Yo me quedé, como una imbécil, por si salía Richard Gere en calzoncillos. Me costó una invitación al aperitivo que me perdonaras la frivolidad, pero mucho más que yo misma dejara de lamentar no haber salido de la sala contigo.

En la sección de Cultura solía encontrarte, ensimismado en la búsqueda de la palabra exacta. Súbitamente salías de tu silencio -acababas de escuchar una frase sobre una película, un comentario sobre un actor- y tu voz de ballenero lanzaba un juicio definitivo y exacto. Pensabas en cine, vivías en cine, pero, como solías escribir, veías en el cine algo más que su imagen: la sensualidad recibida por las yemas de los dedos de los ojos al acariciar una verdad repentinamente revelada en la pantalla. Palabras tuyas, aproximadamente: cito de memoria.

De memoria te citaré en el futuro, pues ya no podré abrazar tu inmensa humanidad ni darte un amable tirón de orejas, por qué no te cuidas más, esto y lo otro. Ya sabes, esas cosas que las mujeres que de verdad te gustaban jamás se habrían atrevido a decirte.

Se acabó esta película.

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