Crónica:LA CRÓNICA

Un cristiano

Conocidas, por millares, las víctimas del "¡hable en cristiano!", el imperativo salivazo con que después de la Guerra Civil podía espumarse a todo el que hablara catalán en presencia de la autoridad, mucho menos se sabe de los esputadores. ("Antes de hablar de esto ha de saber que Piero da Cosimo iba a la tapia del hospital de tuberculosos, en Florencia, para mirar los inmensos gargajos verdosos de los enfermos, de los que sacaba la superficie de las alas de los dragones que pintaba". Salvador Dalí, del libro Converses amb Pla i Dalí, de Lluís Racionero). Esputadores. Hallado uno. Había...

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Conocidas, por millares, las víctimas del "¡hable en cristiano!", el imperativo salivazo con que después de la Guerra Civil podía espumarse a todo el que hablara catalán en presencia de la autoridad, mucho menos se sabe de los esputadores. ("Antes de hablar de esto ha de saber que Piero da Cosimo iba a la tapia del hospital de tuberculosos, en Florencia, para mirar los inmensos gargajos verdosos de los enfermos, de los que sacaba la superficie de las alas de los dragones que pintaba". Salvador Dalí, del libro Converses amb Pla i Dalí, de Lluís Racionero). Esputadores. Hallado uno. Había nacido en 1927, el mismo día y el mismo año, y se llamaba igual (aunque ahí acabasen las coincidencias) que el que luego sería gran escritor, Jesús Pardo, uno de los más profundos memorialistas de la literatura española.

"¡Hable en cristiano!"; imperativo salivazo con el que se espumaba al que hablara en catalán ante la autoridad

A pesar de ser un español de Santander en los cincuenta, el joven pardo hablaba inglés y francés con naturalidad. Por esta razón los Sindicatos lo habían contratado como intérprete. Su trabajo fundamental consistía en viajar por las fábricas españolas mostrándoles a los sindicalistas extranjeros el perfecto estado de revista del obrero español.

En aquella ocasión iba con un belga y habían llegado a Barcelona, en coche, desde Madrid. Hubo una reunión de mínimos protocolarios en el edificio sindical de la Vía Layetana y luego fueron a comer. Iba hinchado y tenía 23 años. Entraron en un gran restaurante. Pudo ser el Glaciar, todavía, de la plaza Real. O el Parellada, de la Diagonal con paseo de Gracia. El camarero se acercó a su mesa y se dirigió a ellos en catalán. Iba hinchado y soltó:

-¡Por favor! ¡Hable usted en cristiano!

("Batet de Figueres, que tenía una tienda de lápices y gomas de borrar donde yo iba a comprar de pequeño, trabajaba el gargajo dos días: se lo pasaba, lo rumiaba. El segundo día entraba en un sueño de gargajo, se cogía al mostrador y bramaba: '¡Nena, pon el serrín!', y hacía uno grande como una mano". (Dalí a Racionero, op.cit.).

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El camarero bajó levemente la cabeza y cuando la subió hablaba en otra lengua. El belga no dijo nada. El joven pardo reanudó la conversación en una dirección cualquiera.

La verdad es que los viajes eran instructivos y variados, y que España resplandecía en sus aceros. Pero, a veces, también se daban estos molestos incidentes. Otra mañana, en una fábrica de Bilbao, de visita con otro sindicalista extranjero, tuvo que emplearse a fondo. Fue realmente sorprendente. En una de las naves, y ante un pequeño grupo de obreros, había dirigido un breve discurso en inglés a su invitado glosando la armonía. Pero cuando el discurso acabó, uno de los obreros se dirigió al sindicalista extranjero y, en inglés también, le dijo que todo lo que había escuchado era pura mentira y propaganda. Así que antes de salir de la fábrica se vio en la obligación de explicarle al director lo que había pasado, en la nave tal, con el productor realmente deslenguado, para que tomara medidas inmediatas, que no pudieron ser otras que el despido plenamente justificado. La verdad es que se había atenido a aquella orden que le había dado un procurador en Cortes, antes de ponerse a dormir en el coche que los llevaba a los dos y a un americano de viaje.

-Ojo con lo que se dice en inglés - le advirtió antes de quedarse profundamente dormido

A los Sindicatos había llegado de la mano (fue todo lo que quiso darle) de Alberto Francés, el hijo del novelista. Una tarde, en el café Gijón, Alberto le dijo que Juan Aparicio, director general de Prensa, buscaba alguien con idiomas para un extraño trabajo de traducción industrial. Fue a verle de inmediato. Aparicio era un dios en el Madrid tibetano, pero sólo se creía Napoleón: cultivaba la pose con un estudiado mechón en la frente y un variado elenco de ademanes. Aparicio lo hizo sentar y le tendió con desgana imperial el Times.

-Traduzca.

Luego le tendió Le Figaro.

-Traduzca.

Quedó contratado por 1.500 pesetas al mes, con las que vivía en Madrid como Gómez Carrillo. Sin Raquel Meller, pero teniendo otras. Cuando no viajaba holgazaneaba entre el café Gijón y Sindicatos. Su convencimiento de que España era un país habitado por mentes ignorantes a las que había que proteger del comunismo era sincero y absoluto. Este convencimiento le proporcionaba una especie de superioridad moral, muy caldeada y reconfortante. Necesaria, porque a su alrededor la incredulidad era total. Un mediodía los camaradas salían ya para almorzar al Oro del Rhin y estaban felices. Hay uno que se pone la chaqueta, le pone la mano en el hombro al amigote y risueño, impresionante, grita: "¡Y el pueblo que coma mierda, que para eso tiene razón!".

Aquello empezó a acabarse también con Juan Aparicio. Buscaba un corresponsal en Londres para Pueblo. Treinta libras al mes le ofreció. Hizo cuentas y vio que podía vivir. Llegó a Londres el joven pardo y a los pocos días comprendió que todos los españoles que había conocido estaban locos. Se levantó, fue hasta el espejo, lo frotó con la manga y vio quién era.