Columna

El viaje

Lo mejor de estas vacaciones de Semana Santa ha de ser, indudablemente, el regreso. La ida, la estancia, el viaje de allí para acá, son fenómenos rutinarios. El buen o mal tiempo, las procesiones lentísimas, la lluvia impertinente, el viento, la caravana, la hojarasca en el apartamento, los almuerzos junto al mar, son estampas de lo ya visto. Lo extraordinario de esta excursión a cualquier parte es la formidable gloria de regresar. En realidad, esto es lo que enaltece este periodo vacacional de pequeña categoría simbólica: ni lo bastante largo para olvidar el pasado ni lo bastante corto para p...

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Lo mejor de estas vacaciones de Semana Santa ha de ser, indudablemente, el regreso. La ida, la estancia, el viaje de allí para acá, son fenómenos rutinarios. El buen o mal tiempo, las procesiones lentísimas, la lluvia impertinente, el viento, la caravana, la hojarasca en el apartamento, los almuerzos junto al mar, son estampas de lo ya visto. Lo extraordinario de esta excursión a cualquier parte es la formidable gloria de regresar. En realidad, esto es lo que enaltece este periodo vacacional de pequeña categoría simbólica: ni lo bastante largo para olvidar el pasado ni lo bastante corto para producir excitación. La excitación viene después, cuando ya en casa, dentro de la escenografía doméstica y rodeado de familiares indemnes, se comprueba que fue posible el viaje feliz, sin muertos ni heridos.

Los puentes, los largos fines de semana y, sobre todo, estas vacaciones de Pascua brindan, como máximo fruto, la verificación de no haber perecido en la ocurrencia del desplazamiento y de haber conquistado, pese al altísimo peligro, la recompensa de la normalidad anterior. ¿Aventuras? La aventura mortal se ha popularizado desdichadanente tanto que se ha llegado al punto en que se funde el miedo a morir con el miedo a vivir, una vez que lo ordinario y lo extraordinario han enhebrado una línea continua que sigue desde el ocio turístico al itinerario laboral. Una línea sutil capaz de hacernos desaparecer o reaparecer constantemente como seres humanos, sobrevivientes a la índole de los tiempos de la que somos obligados contemporáneos. ¿Es necesario, por tanto, irse de casa en Semana Santa? Nunca fue más apremiante que ahora. Permanecer ajenos al trance de morir en las carreteras es darse por vetustos u obsoletos. O de otro modo: darse casi por muertos; distanciados de la candente actualidad y, en consecuencia, enfriados.

De modo que es ya imposible escapar al juego de morir con ocasión de cualquier festividad; de morir efectivamente o de comportarse como un muerto. Ciertamente, tan pronto aparece la ocasión de los masivos accidentes de tráfico, la gente acude masivamente a la carretera. Porque ¿quién puede negar que esa efusión forma ahora parte de la misma defunción en marcha?

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