MATANZA EN MADRID | Las víctimas

ANA MARTÍN FERNÁNDEZ / "Era menuda, pero se lo echaba todo a la espalda"

Ana Martín Fernández, de 43 años, trabajaba en la Asociación de la Prensa de Madrid y siempre llevaba tacones. Quería crecer. Desde su metro cincuenta y tantos. Desde su puesto de secretaria a un trabajo como psicóloga clínica. "Se colegió hace un mes. Iba a montar un gabinete. Si hubiera estado aquí, habría ayudado a las víctimas", dice su hermana Carmen. Igual que le echó una mano a su compañero Esteban cuando perdió a su madre: 'Hay que seguir adelante, Esteban', me repetía una y otra vez. Me cuidó mucho". Porque aunque Ana tenía sólo una hija de cuatro años, Paula, lo mismo hacía de madre ...

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Ana Martín Fernández, de 43 años, trabajaba en la Asociación de la Prensa de Madrid y siempre llevaba tacones. Quería crecer. Desde su metro cincuenta y tantos. Desde su puesto de secretaria a un trabajo como psicóloga clínica. "Se colegió hace un mes. Iba a montar un gabinete. Si hubiera estado aquí, habría ayudado a las víctimas", dice su hermana Carmen. Igual que le echó una mano a su compañero Esteban cuando perdió a su madre: 'Hay que seguir adelante, Esteban', me repetía una y otra vez. Me cuidó mucho". Porque aunque Ana tenía sólo una hija de cuatro años, Paula, lo mismo hacía de madre de su propia madre, una viuda delicada de salud. Las gestiones de la hipoteca, la compra, la casa, la niña, la madre. Levantarse temprano en su casa de Santa Eugenia, dejar a Paula en la escuela, tomar el tren con un libro de psicología bajo el brazo, resolver el trabajo, llamar a la madre, solucionar algún lío de papeles, asistir a un cursillo... Era menuda, pero se lo echaba todo a la espalda, dicen sus amigos. Llevaba trabajando más de media vida. La necesidad. Casarse y llevar la casa no fue un escollo para estudiar.

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A mediodía, se tomaba un austero café con leche con otra compañera, María. Sin bollos. No quería engordar. "A veces se preguntaba cómo sería ser mayor y tener arrugas. Eso le preocupaba, sí", rememora María. "Solíamos salir a veces y comprábamos ropa para Paula, así me desquitaba yo, porque sólo tengo niños". Ahora son 17 en la oficina. Ya no se oye esa risa sonora de Ana, ni su taconeo rápido. Tap. Tap. Tap. María hace una pausa: "Yo creo que Ana era una mujer feliz. Tenía problemas y dificultades, como todo el mundo, pero creo que era feliz". En su mesa hay una taza de café, fotografías -Ana y Paula, Ana en el desierto, Ana en Moscú- y una rosa roja que se marchita y que nadie se atreve a tirar.-

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