Columna

La muerte

La muerte no sólo mejora extraordinariamente al fallecido, sino que perfecciona, cuando es colectiva, a la colectividad. Y tanto más cuanto más injusta, cruel o monstruosa se manifiesta la matanza. Gentes, facciones, líderes, doctrinas, que ayer se hallaban enfrentados e irreconciliables, llegan mediante el golpe mortal al acercamiento y la concordia. Todos parecen poder entenderse bajo la sombra atronadora de la muerte y lo que se presentaba áspero o vociferante se modera o acalla para acceder a un acuerdo. Los editoriales especialmente positivos, de ayer y de hoy, son aquellos que han extraí...

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La muerte no sólo mejora extraordinariamente al fallecido, sino que perfecciona, cuando es colectiva, a la colectividad. Y tanto más cuanto más injusta, cruel o monstruosa se manifiesta la matanza. Gentes, facciones, líderes, doctrinas, que ayer se hallaban enfrentados e irreconciliables, llegan mediante el golpe mortal al acercamiento y la concordia. Todos parecen poder entenderse bajo la sombra atronadora de la muerte y lo que se presentaba áspero o vociferante se modera o acalla para acceder a un acuerdo. Los editoriales especialmente positivos, de ayer y de hoy, son aquellos que han extraído de la conmoción sufrida el valor de agruparnos. Somos distintos en casi todo, según la petulante utopía de la singularidad, pero la muerte nos homologa fácilmente, y tanto más cuanto más próxima y arbitraria es. Al discurso de la racionalidad se opone con energía proporcional otro discurso de la razón. Pero el discurso racional pierde todo su gran fuste cuando se enfrenta a la firmeza de la muerte. Ante su terrible maldad, sólo opera la bondad extrema. Frente a la barbarie, sólo cuenta la civilización máxima.

Paradójicamente, la tragedia -etimológicamente, aquello que no tiene solución- impulsa a liquidar las posturas partidistas y a lograr, después, su disolución en un fluido único. Esta sustancia comunitaria, segregada gota a gota de los tremendos choques funerarios, constituye el jugo prometedor que se recibe de las carnicerías humanas, y habría que conservar ese estracto benefactor para aplicarlo sobre las incontables patologías de la especie. Sin embargo, desdichadamente, como ya sucedió tantas veces, es probable que esta pomada se evapore demasiado pronto y se disipe así el patético beneficio de los muertos. Con ese fracaso, el individuo o los grupos se considerarán liberados de su humanidad y se verán impulsados para volver a desgarrarse, herirse o matarse mutuamente con el fin de predominar. El desenlace fatal, largamente probado, vendrá a ser la aparición, de nuevo, de la Gran Muerte. Pero, ¿de nuevo? ¿No es ya demasiado viejo y resabiado todo esto? ¿No es ya insoportable persistir en la misma secuencia del crimen, el llanto, la atrición, la bomba, la proclama, la trivialidad, el terror?

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