Crónica:LA CRÓNICA

Ferroviaria

Una mañana de hace 15 años, la actriz Julieta Serrano llegó a la estación de Francia. Era todavía muy pronto. Eran las siete. Sólo había un hombre en la estación y atravesaba el vestíbulo lentamente sin que pareciera tener más propósito que el de atravesarlo. Por qué Julieta estaba allí, tan temprano, se lo ha tragado el tiempo. Como es costumbre, de los recuerdos emergen las imágenes. Raramente las explicaciones sobreviven. Tal vez Julieta acabara cogiendo un tren aquella mañana o tal vez, de vuelta de algún lugar, atravesara el vestíbulo camino de la ciudad. Pero es seguro que pensó en la im...

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Una mañana de hace 15 años, la actriz Julieta Serrano llegó a la estación de Francia. Era todavía muy pronto. Eran las siete. Sólo había un hombre en la estación y atravesaba el vestíbulo lentamente sin que pareciera tener más propósito que el de atravesarlo. Por qué Julieta estaba allí, tan temprano, se lo ha tragado el tiempo. Como es costumbre, de los recuerdos emergen las imágenes. Raramente las explicaciones sobreviven. Tal vez Julieta acabara cogiendo un tren aquella mañana o tal vez, de vuelta de algún lugar, atravesara el vestíbulo camino de la ciudad. Pero es seguro que pensó en la importancia que los trenes y aquella estación habían tenido en su vida.

Uno que iba a Valencia. La vida en Barcelona estaba cerrada a cal y canto. Vida de pisos. Los niños no salían apenas a la calle, no fuera a estallar otra guerra civil. Sólo a veces Julieta reunía fuerzas, astucia y valor y lograba despistar unas horas para escaparse del piso del Poble Sec. Corría entonces a descolgarse con peligro y presagio por las paredes del que acabaría siendo el Teatro Griego. Pero estas escapadas eran poco habituales. La vida de piso se había apoderado incluso de la escuela. Un maestro represaliado había organizado unas aulas clandestinas para represaliados en un piso próximo. Allí los metía, a unos cuantos, y les enseñaba las primeras letras. La confusión en el aire entre el olor a guiso y el olor a niños.

Julieta Serrano trabajaba ya en el teatro en los años cincuenta. Viajaba mucho. El viaje en tren era una mezcla de lentitud y dureza, y de aire viciado

Dado lo cual era una alegría coger el tren hacia Valencia. Julieta había pasado la guerra en un pueblo cercano a la capital y de allí eran también aquellos gritos, "¡que viene la Pava!", que tanto la excitaban y le hacían reír. Una reacción destacable dado que la Pava traía la muerte de Franco metida en bombas, y que tal vez esté en el origen de su magnífica confusión adulta entre el drama y la comedia. En el pueblo había visto también la entrada de las tropas franquistas. La carretera de Barcelona pasaba por delante de la casa que ocupaban entonces su madre, la hermana de su madre y sus primos. Una mañana los llamaron a todos para que salieran al portal. Apoyadas en el muro, y mientras pasaban los soldados, su madre lloraba y su tía aplaudía feliz. El tren la llevaba a Valencia cada verano y entre las acequias, los huertos y la playa recuperaba el movimiento y su edad robada por el invierno.

Otro tren iba a Madrid. Fue bastante después. A finales de los años cincuenta. Tendría 26 o 27 años y ya trabajaba en el teatro. Viajaba mucho. El viaje en tren era una mezcla de lentitud y dureza, y de aire viciado. Pero no le importaba. Aquel tren lo cogió en la estación de Francia, una noche. Cuando arrancó, camino de la capital, había dos personas en el departamento, ella y un hombre que rondaría los 40 años. Es absolutamente sorprendente, pero al menos una vez en la vida de los trenes, y no en el vapor de sus sueños, ha pasado lo que pasó aquella noche. Así fue mientras el rápido de Madrid atravesaba un punto indeterminado entre las poblaciones de Zaragoza y Guadalajara y alguien podía entrar en cualquier momento. Esto pensaba, cada vez mejor: que alguien podía entrar, mmmmm..., en cualquier momento.

El hombre trabajaba en la compañía de aviones Iberia. Cuando llegaron a Madrid, muy cortésmente se ofreció a llevarle la maleta hasta la pensión. Al lado había un bar y él la invitó a que tomaran un café con leche. Lo bebieron juntos. Antes de que hiciera el gesto de pagar ella se levantó, cogió la maleta y salió del bar a toda prisa. Cuando entraba en la pensión aún vio al hombre de pie, en la puerta del bar, como gritándole, pero sin muchas fuerzas y sin escándalo. Le hizo un rápido gesto de adiós con la mano y se metió en las honduras de la pensión.

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Pudo ser la vergüenza, el impacto del alba, semejantes roturas patéticas. Pudo ser también la comedia de la trágica. Pero pudo ser también un gesto de coherencia. Rendida declaración de amor ferroviario. Le gustaba cómo ocurrían las cosas allí dentro. Los fragmentos. El paisaje a trozos, por supuesto. Pero también las vidas que ocupaban su atención y su imaginación durante algunas horas y desaparecían luego. El problema para ella, cuando el berrido de los hierros anunciaba que ya estaban en Madrid, como quien dice, no era la noche de atrás. El problema estaba por delante y en el pesado recuerdo de que nunca había bajado del tren con un hombre.

Una actriz, un viaje en tren. El trabajo del que acabó viviendo. Está el fragmento, su fragmento solitario, que aprende, recita y va encajando entre los otros. Están los otros mismos, que aparecen cómo ráfagas o como ecos, a veces con la única misión de dar pie. Pedazos sueltos que llegan, miran, hablan y se van, a veces entre resplandores y otras por la puerta falsa. En cuanto a la vida nada que añadir. Cualquier actriz verdadera la llama teatro.

El examen de los caminos de Valencia y Madrid. Se percibe el cumplimiento de lo único que debe importar a una ferroviaria puesta en puntuales metáforas. La seguridad de haber cogido los trenes en marcha que partieron. El limpio cambio de agujas en los cruces que se presentaron como un vómito.

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