Reportaje:CULTURA Y ESPECTÁCULOS

El Orfeón Donostiarra aguanta el tipo en un concierto memorable

Claudio Abbado y la Orquesta del Festival de Lucerna interpretaron una conmovedora, deslumbrante 'Segunda sinfonía' de Mahler. El éxito fue inenarrable.

Hace más o menos una década, un periodista portugués escribió un comentario crítico de una ópera afirmando que se había producido el "milagro" de reunir en Lisboa en una misma sesión a los mejores cantantes del mundo, con la mejor orquesta y el mejor director, ante la mejor música imaginable. Ante tal explosión de elogios, se preguntaba: "¿Creen que exagero?". Y se respondía: "Pregunten a cualquiera que haya estado". Recuerdo esta anécdota todavía petrificado ante la impresión que me causó anteayer la interpretación de la Segunda sinfonía de Mahler, con Claudio Abbado, la Orquesta del F...

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Hace más o menos una década, un periodista portugués escribió un comentario crítico de una ópera afirmando que se había producido el "milagro" de reunir en Lisboa en una misma sesión a los mejores cantantes del mundo, con la mejor orquesta y el mejor director, ante la mejor música imaginable. Ante tal explosión de elogios, se preguntaba: "¿Creen que exagero?". Y se respondía: "Pregunten a cualquiera que haya estado". Recuerdo esta anécdota todavía petrificado ante la impresión que me causó anteayer la interpretación de la Segunda sinfonía de Mahler, con Claudio Abbado, la Orquesta del Festival de Lucerna, la mezzosoprano Anna Larsson y el Orfeón Donostiarra. Y lo recuerdo, sintiendo la tentación de sentir lo mismo que mi colega portugués entonces. Porque, por más vueltas que le doy, no recuerdo ningún concierto que me haya causado una impresión semejante.

La orquesta es un tributo de generosidad, de solidaridad, que unos músicos admirables han hecho a Claudio Abbado

Las razones tienen una componente afectiva, por supuesto, pero hay también motivos objetivos e incluso mágicos que se entrecruzan. De entrada, la interpretación corrió a cargo de una orquesta fantasma o, si se quiere, efímera -la del Festival de Lucerna- que, en todo caso, se volverá a reunir el año que viene para dar dos o tres conciertos en el festival de más solera orquestal del mundo. Les han hecho proposiciones para actuar desde París hasta Tokio pero, de momento, actúan con cautela, pues todos tienen sus carreras en otros puestos. La orquesta no es una operación comercial al uso, sino un tributo de generosidad, de solidaridad, que unos músicos admirables han hecho a Claudio Abbado, para que no sintiese nostalgia de la dirección orquestal, una vez que se ha recuperado (al menos lo suficiente para seguir dirigiendo, aunque a otro ritmo) de una enfermedad grave. Una orquesta que surge de la amistad, con la base juvenil de la Mahler Chamber Orchestra, con primeros atriles procedentes de las filarmónicas de Berlín o Viena, Dresde o Múnich, y con solistas de la talla de Sabine Meyer, Natalia Gutnam, Alois Poch, Kolja Blacher, Emmanuel Pahud, etcétera, es, si las cosas les salen bien, una revolución. Y no es que les saliesen bien, es que estuvieron insuperables, con una pasión y una entrega a la par de sus capacidades técnicas.

Un transfigurado Claudio Abbado realizó una lectura minuciosa en los detalles, transparente, expresiva, rica de planos sonoros, hedonista, tan apolínea como dionisiaca, vibrante y, sobre todo, profundamente humana. El público estaba enloquecido. "Gracias, maestro; gracias, maestro", gritaban algunos con lágrimas en los ojos; bravos y más bravos, con todo el mundo puesto en pie, hasta que Abbado, no sé después de cuántos minutos de aclamaciones, retiró la orquesta y, a pesar de ello, allí no se movía nadie, y tuvo que volver a salir a saludar en solitario, como en esas imágenes de antaño cuando dirigían nombres míticos.

En esa atmósfera de milagro hecho música, de perfección interpretativa, de silencio sepulcral (si llega a sonar un móvil, su propietario podría haber sido estrangulado, pero no se alarmen, no sonó), el coro privilegiado era nuestro Orfeón Donostiarra. Me imagino que todavía deben estar temblando de responsabilidad, por mucho que la Segunda de Mahler sea una de sus especialidades, elogiada al límite por Lorin Maazel o el mismísimo Abbado, con el que ya la hicieron en Madrid, antes de empezar ese idilio que hizo recalar a los guipuzcoanos varias veces en Berlín.

El Orfeón mantuvo el tipo. En el sobrecogedor pianísimo de entrada sacó a relucir la hermosura de su color, de sus colores, y también la emoción. Salieron ilesos de la prueba, pero a este coro, si sigue teniendo la oportunidad de asistir a acontecimientos como éste, hay que exigirle más. Este concierto inolvidable, de los que marcan un antes y un después, requiere una interpretación insuperable. La del Orfeón no lo fue. Ellos mismos han estado otras veces mejor en esta obra. El nivel fue, en cualquier caso, sobresaliente. El canal francoalemán de televisión Arte ha grabado el concierto y lo retransmitirá el 21 de septiembre a las siete de la tarde.

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