Columna

Necrológica

Más que hablar de su muerte, me gustaría recordar la última copa que nos tomamos. Fue hace tres días, en su casa de Piedra Oscura, y estuvimos toda la tarde oyendo pasar aviones y hablando de la vida, porque la muerte es siempre un buen motivo para hablar de la vida. Fui incapaz de decirle que lo veía bien, como fui incapaz durante muchos años de pedirle que dejara de fumar. A Ernesto Saavedra no le gustaban ni las mentiras ni las conversaciones inútiles, y los dos sabíamos que la lucidez seguiría ardiendo en sus ojos hasta que yo cerrase la puerta. Ernesto se dedicaba a escribir sobre Hegel o...

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Más que hablar de su muerte, me gustaría recordar la última copa que nos tomamos. Fue hace tres días, en su casa de Piedra Oscura, y estuvimos toda la tarde oyendo pasar aviones y hablando de la vida, porque la muerte es siempre un buen motivo para hablar de la vida. Fui incapaz de decirle que lo veía bien, como fui incapaz durante muchos años de pedirle que dejara de fumar. A Ernesto Saavedra no le gustaban ni las mentiras ni las conversaciones inútiles, y los dos sabíamos que la lucidez seguiría ardiendo en sus ojos hasta que yo cerrase la puerta. Ernesto se dedicaba a escribir sobre Hegel o sobre tangos y a dar clases de filosofía en la Universidad de Buenos Aires cuando los militares argentinos decidieron poner punto final a sus noches en los garitos de San Telmo. Los libros de su biblioteca, una de las mejores de Argentina, tardaron poco en ser saldados en las librerías de la calle Corrientes, en donde compré dos, mucho tiempo después, para regalárselos en su última cena de cumpleaños. Nadie sabe cómo consiguió salir de su país, nadie sabe cuándo, en qué rincones secretos de sus días y sus noches de Granada, escribió Las ventanas enfermas, sin duda el acontecimiento narrativo y ético más importante de la literatura argentina reciente. Una novela de Ernesto sobre la dictadura no podía limitarse a denunciar la violencia de los militares, porque él pudo salvarse de la desaparición, pero no superó nunca las ventanas enfermas que apagaban la luz para no ver, los vecinos que miraban hacia otro lado cuando sonaban las puertas en la noche. Tuvo mucho éxito, pero jamás volvió a sentirse cómodo en su país, y se quedó en España, en Piedra Oscura, una pequeña playa de la bahía de Cádiz, cerca de la base militar de Rota. La otra tarde, cuando nos despedíamos, el ruido de un avión norteamericano cruzó por medio de la casa, y Ernesto me dijo: "Aquí sigo, oyendo portazos".

No se crean esta historia, porque es mentira. Conviene dudar de lo que nos cuentan. Ernesto Saavedra nunca existió y cerca de Rota no hay ninguna playa que se llame Piedra Oscura. Yo sólo pretendía escribir sobre los informativos de TVE, más falsos incluso que una necrológica.

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