A PIE DE PÁGINA

Aunque no entendamos nada

En un bar de Nueva York, Juan Benet le dijo a Eduardo Mendoza: "Hoy he escrito la primera página de una novela, y no sé de qué se trata, pero sé que me espera un año de obsesión". No es mal plan el suyo, pensó Mendoza. Afuera, nevaba copiosamente.

No recuerdo quién dijo que la nieve sería muy monótona si Dios no hubiera creado los cuervos. ¿Y qué decir de las páginas en blanco? Pues que pueden ser tan silenciosas y aterradoras como monótonas, pero por suerte quienes escriben tienen a los tenebrosos cuervos de la escritura recordándoles que cada libro es una aventura. Afuera llueve. Y yo...

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En un bar de Nueva York, Juan Benet le dijo a Eduardo Mendoza: "Hoy he escrito la primera página de una novela, y no sé de qué se trata, pero sé que me espera un año de obsesión". No es mal plan el suyo, pensó Mendoza. Afuera, nevaba copiosamente.

No recuerdo quién dijo que la nieve sería muy monótona si Dios no hubiera creado los cuervos. ¿Y qué decir de las páginas en blanco? Pues que pueden ser tan silenciosas y aterradoras como monótonas, pero por suerte quienes escriben tienen a los tenebrosos cuervos de la escritura recordándoles que cada libro es una aventura. Afuera llueve. Y yo aún no sé de qué trata este artículo. Pero pronto terminaré esta primera página. Mi vecino de la ventana de al lado también escribe, es como un vecino salido de La ventana indiscreta, de Hitchcock. Le veo escribir a la caída de la tarde, todos los días. ¿Tiene mi vecino el mismo problema de escritura que yo tengo ahora? El cuervo de esta primera página tiene su punto de extraño silencio hoy, se pasea sonriente por la nieve de mi página en blanco. ¿Me espera un año de obsesión en compañía de ese cuervo? No parece lógico, esto sólo es un artículo.

Alguien dijo que la nieve sería muy monótona si Dios no hubiera creado los cuervos. ¿Qué decir de las páginas en blanco?

Me fascina escribir porque adoro la aventura que hay en todo libro o en todo artículo, porque adoro el abismo, el misterio y esa línea de sombra que al cruzarla va a parar al territorio de lo desconocido, un espacio en el que de pronto todo nos resulta muy extraño, pues vemos que, como si estuviéramos en el estadio infantil del lenguaje, nos toca volver a aprenderlo todo, aunque con la diferencia de que de niños todo nos parece que podemos estudiarlo y entenderlo mientras que en la edad de la línea de sombra vemos que el bosque de nuestras dudas y preguntas no se aclarará nunca y que además lo que a partir de entonces vamos a encontrar sólo serán sombras y tiniebla.

Entonces lo mejor que podemos hacer es seguir adelante aunque no entendamos nada. Sin duda la obsesión por entender algo nos durará tanto o más que aquel año de obsesión que le esperaba a Juan Benet en Nueva York, en realidad nos acompañará hasta el fin de nuestros días, pero irá acompañada por esa sombra que a mí me parece tan atractiva, la sombra de lo que no comprendemos y ya sabemos que no comprenderemos nunca. Esa sombra, ahora lo sé, es el cuervo de estas líneas y al mismo tiempo el único motor que se abre paso entre la nieve y me permite llevar hacia delante el artículo. En tinieblas, claro. Tal vez, como decía el clásico, la acción esté en la penumbra. Miro a mi vecino y le veo en plena acción en la caída de la tarde y creo adivinar que en su página está introduciendo cambios, cortando aquí y allá, alterando el orden de lo escrito, una tarea casi infinita. Parece saber muy bien lo que se hace, no parece afectado por la línea de sombra y tiniebla de lo que no entendemos, que es mucho, por no decir todo. ¿Será mi vecino como aquel poeta inglés del que Chesterton decía que era oscuro porque lo que quería decir lo tenía tan claro que no veía razones para explicarlo?

"Y eso que no sé de qué se trata", diría que me está diciendo ahora el vecino silenciosamente con los labios. Y la verdad es que, si ha dicho esto, sus calladas palabras me tranquilizan y sirven de consuelo, sobre todo porque intuyo que seguramente han sido dichas en esa penumbra en la que se mueve la acción, en esa misma bruma en la que me muevo yo, son las ventajas de ser vecinos y trabajar en el mismo oficio de tinieblas. Si ha dicho eso, pero también si no lo ha dicho, sus calladas palabras me empujan tanto a seguir adelante en mi viaje sin fin hacia lo incomprensible como a preguntarme, por ejemplo, hasta qué punto son interesantes los libros o artículos que entendemos demasiado. Cualquier libro del que podemos contar a todo el mundo de qué trata es un libro que se balancea peligrosamente en el abismo de lo obvio (pienso, por ejemplo, en la escandalosa redundancia a la que, por falta de talento propio, nos condenan los tan ufanos imitadores de la novela del XX, con Pynchon últimamente como cabeza visible de los imitables).

Los libros que me interesan son aquellos que el autor ha comenzado sin saber de qué trataban y los ha terminado igual, en la misma penumbra. Los libros que amamos son aquellos que, como decía Proust, parecen escritos en una lengua extranjera. Son aquellos que, felices de no entenderlos, seguimos leyendo con entusiasmo. Así lee César Aira, por ejemplo, y tal vez por esto anda a veces recordándonos que la primera función del arte es extrañar, romper los hábitos de la percepción y volver nuevo lo viejo.

He quedado atrapado por el tema de lo Incomprensible en la literatura y sé que me espera un año de obsesión. Y también sé que, después de haber proyectado sobre la pared del cuarto de mi vecino la sombra de lo que ni él ni yo comprendemos, mi artículo no puede terminar aquí, no puede ser el final de nada. Y la verdad: no lo comprendo. Por eso seguramente voy a seguir adelante, porque felizmente no entiendo ni entenderé nunca nada. Y si algún día entiendo, qué fastidio. "No hay nada claro", decía un enemigo de San Agustín que seguramente era amigo de la línea de sombra. Yo lo soy de la línea tenebrosa de estos años de ahora en los que felizmente todo por fin se nos ha vuelto incomprensible y cuando nos hablan del mundo no sabemos ya de qué se trata y sentimos que precisamente eso es el comienzo de algo.