Crítica:CANCIÓN | Lluís Llach

Amargo y dulce Mediterráneo

El Mediterráneo negro y luminoso, sin que los términos, por antagónicos, chirríen, es lo que puso sobre el escenario del Albéniz el ampurdanés Lluís Llach. Un exquisito ejercicio de ternura y rabia, para seguir con la dualidad nada contradictoria de un personaje sensible que ve en la buena gente -"creo que el mundo está lleno de ellos", dijo antes de cantar Una finestra al mar- la esperanza de un mundo dirigido por personas que no le gustan, y le dan miedo, como repitió muchas veces.

Lluís Llach es un artista formidable. Pasa del susurro al grito en un instante. Emociona y enrabi...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

El Mediterráneo negro y luminoso, sin que los términos, por antagónicos, chirríen, es lo que puso sobre el escenario del Albéniz el ampurdanés Lluís Llach. Un exquisito ejercicio de ternura y rabia, para seguir con la dualidad nada contradictoria de un personaje sensible que ve en la buena gente -"creo que el mundo está lleno de ellos", dijo antes de cantar Una finestra al mar- la esperanza de un mundo dirigido por personas que no le gustan, y le dan miedo, como repitió muchas veces.

Lluís Llach es un artista formidable. Pasa del susurro al grito en un instante. Emociona y enrabieta. Hace reír, y hace llorar. Su segunda noche en el Albéniz -donde cantará también hoy y mañana- fue un éxito en el sentido más riguroso del término. Éxito porque el público que llenaba el teatro llegó a pedirle hasta cuatro veces que volviera a salir -"habrá que pactar un final", dijo casi aburrido de repetir el ritual de los agradecimientos- para seguir desgranando sus mágicas canciones; y éxito porque todo le salió a la perfección.

Lluís Llach

Lluís Llach (voz y piano), Odette Tellería (voz), Laura Almerich (guitarra clásica, marimba, acordeón, voces), Dani Forcada (batería y percusiones), Olalla Martínez (violonchelo), Jordi Portaz (bajo eléctrico y contrabajo) y Laly Rodríguez (guitarras). Teatro Albéniz (Madrid), 5 de junio.

Los músicos de Llach funcionan como una engrasada maquinaria que lo mismo suenan como una orquesta de rock, que como un combo latino o una agrupación griega y hasta ejecutora de klezmer, la música que expresa las alegrías y tristezas de los judíos. El escenario es un alarde de finura, con unas solitarias bombillas esparcidas por la tarima y un retablo de espejos de fondo donde se reflejaban sus quejas de este mundo injusto.

Pero Llach es positivo: de un recital quejoso se sale lleno de esperanzas. Explica cada canción con detalle y ternura; una para su primer amigo que murió de sida ("en el abandono atroz, más grave que su propio dolor"), Fabià; otra para su padre enamorado, Vell és tan bell; otra para otro amigo fallecido con el que viajaba por sus adoradas islas griegas, Ens veiem a Folegandros, y hasta otra para los heroicos militantes de izquierda, Un no sé què, a los que invitó a seguir "para arriba", pues "un militante de izquierda frustrado es la primera victoria del sistema".

Con un piano donde destacaban las célebres pegatinas del ensangrentado "No a la guerra" y el negro "Nunca máis", Lluís Llach rescató La Gallineta, que no hacía desde los tiempos de la transición y que ahora vuelve a interpretar como protesta a la guerra "de Bush y aliados contra Irak". Y es que las antiguas canciones contestatarias de Llach, no necesariamente la mejor parte de su prolijo catálogo, no han perdido ni un ápice de actualidad.

Lluís Llach, durante su concierto en el teatro Albéniz de Madrid el jueves. / EFE
Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Archivado En