VISTO / OÍDO

Hijo del siglo

Un hijo del siglo pasado tiene que sonreír con clásica amargura cuando le hablan de lo mal que está todo: siempre estuvo peor. Julio César fue mejor escritor que persona, el prisionero de Jerusalén era víctima de romanos y judíos; los papas eran incestuosos, envenenadores y torturadores y la Iglesia quemaba en las plazas públicas. El siglo de España lo poblaban generales felones, pistoleros fascistas, garrotes viles, aristócratas majaderos y señoritos violentos, y durante la mitad de ese siglo uno de esos generales de moral canalla cambió el sentido, la ética y la justicia, el pensamiento, la ...

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Un hijo del siglo pasado tiene que sonreír con clásica amargura cuando le hablan de lo mal que está todo: siempre estuvo peor. Julio César fue mejor escritor que persona, el prisionero de Jerusalén era víctima de romanos y judíos; los papas eran incestuosos, envenenadores y torturadores y la Iglesia quemaba en las plazas públicas. El siglo de España lo poblaban generales felones, pistoleros fascistas, garrotes viles, aristócratas majaderos y señoritos violentos, y durante la mitad de ese siglo uno de esos generales de moral canalla cambió el sentido, la ética y la justicia, el pensamiento, la fe y hasta las relaciones humanas.

Qué le importa ver a nadie un trocillo de Nueva York con tres mil desesperados dentro si ha visto Hiroshima, Nagasaki, Dresde o Guernica, entre mil ciudades. Puede ser necesario sentirse ahistórico, fuera de la nata podrida de la corriente, y vivir aquí y ahora, y considerar el entorno como algo único. Bush puede ser muy bien Hitler, Aznar pude ser Franco, pero da igual: lo que importa es la forma de interrumpir el proceso del restablecimiento de un orden ético y una filosofía del derecho y continuar la serie de desengaños que se produjo a partir de la Constitución: ese libro encaramado a un altar medio laico, medio supersticioso, no sirve porque cada condotiero puede meter las normas de su banda; y contar con tribunales de toga y puñetas para repartirse su botín. Leo en Los Angeles Times que Bush no ha perdido su popularidad, pese a todos los desastres en que ha metido a su país, de los cuales el peor es la caída de la economía. Se la ganó el 11 de septiembre en un efecto psicológico colectivo: una respuesta irracional al misterioso atentado.

Los pueblos metidos en una horma suelen responder así; los alemanes respondieron con Hitler a los horrores de la posguerra de 1918, y fueron felices cuando mataron judíos y polacos, comunistas y checos, socialistas y rusos. Y gitanos, españoles rojos; gente que pasaba por allí. No extraña al que conoce la historia de sociedades, naciones, tribus y hordas: pero aquí y ahora tiene el significado del desengaño nuevo, la putrefacción de la democracia y la vetustez de las urnas. La concejala Botella que cruza las piernas ante el Papa valetudinario, los forzudos neofascistas que apalean a quienes muestran letreros adversos ante el Jefe, los que vuelven la espalda a las playas embreadas, los mitineros de imprecación, son apenas símbolo de aquello en que se ha perdido un siglo que se recibió con champán industrial.

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