Crítica:TEATRO | 'LA CAÍDA'

El dolor de vivir

El texto de Camus sigue siendo impresionante. Lo es más en estos momentos, donde no sólo asistimos a una guerra injusta, sino a una quiebra de la moral, de la legalidad, de la conciencia y de la palabra institucional. Hoy no existen las reflexiones de la posguerra de 1945, ni sus filósofos, sus escritores, sus pensadores: poco a poco, la humanidad ha dejado de ser crítica (incluso los críticos). Está bien que acudamos a los pensadores de antes que, por una parte, hacen la crítica de hoy; por otra, denuncian una cierta condición humana y muestran un dolor de vivir -dice el relato textualmente-,...

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El texto de Camus sigue siendo impresionante. Lo es más en estos momentos, donde no sólo asistimos a una guerra injusta, sino a una quiebra de la moral, de la legalidad, de la conciencia y de la palabra institucional. Hoy no existen las reflexiones de la posguerra de 1945, ni sus filósofos, sus escritores, sus pensadores: poco a poco, la humanidad ha dejado de ser crítica (incluso los críticos). Está bien que acudamos a los pensadores de antes que, por una parte, hacen la crítica de hoy; por otra, denuncian una cierta condición humana y muestran un dolor de vivir -dice el relato textualmente-, la duplicidad humana, la depuración por la pobreza, la huida de uno mismo, la necesidad de confesar ("no a Dios ni a sus representantes; estoy por encima de eso; se trata de confesarse ante los hombres", cito del texto original); la dualidad continua entre la inocencia y la culpa... Naturalmente, no pretendo extraer toda la lección de Camus, y no sólo en este libro (en las notas que dejó antes de morir en un accidente creía que su obra apenas estaba empezada), ni siquiera insistir en un análisis sobre lo que se ha dicho en centenares de ellos: sólo llamar la atención sobre lo que se dice en el escenario de La Abadía. Y en el libro original, sobre todo (la última buena traducción es de Manuel de Lope, en Alianza Editorial).

La caída

De Albert Camus (La chute, 1956). Traducción y adaptación teatral de Rodolf Sirera. Música de Joan Cerveró. Intérprete: Francesc Orella. Dramaturgia de Sirera y Carles Alfaro. Iluminación, escenografía y dirección: Carles Alfaro. Teatro de la Abadía. Madrid.

Es difícil adaptar al teatro un relato que es al mismo tiempo un ensayo. No es la primera vez: el actor Pepe Martín estrenó otra adaptación en el Círculo de Bellas Artes. Entonces, como ahora: un monólogo, que es la forma del libro. De ésos tan difíciles en los que el personaje no es único en el escenario, sino que habla con otro: forzosamente, el actor gesticula, se dirige a ese hombre invisible que tenemos que imaginar que está allí. No evita ese problema, que ocurre también en los monólogos por teléfono, de repetir en cierta forma lo que ha dicho el invisible, con perversión del diálogo. Como no evita esta versión los galicismos: la repetición casi continua de "amigo mío" ("mon ami") y los continuos expletivos que no sé si son cosa del actor, del director, del dramaturgo o del traductor: ya he comentado alguna vez que ahora es muy difícil saber quién es el responsable de lo bueno o de lo malo. Quizá entre todos ellos está la distancia exagerada entre la bellísima escenografía y la interpretación: agua y luces, un esqueleto de cama, unos limpios asientos, algo de lluvia y el "decorado oral" por el que en el texto se describe la niebla, el mar, la humedad de la ciudad de Amsterdam.

Pero, mientras, el actor es de un realismo antiguo (nunca que escriba la palabra antiguo tiene un sentido peyorativo ni meliorativo), vestido minuciosamente de mendigo -el tema de la pobreza, del despojo de sí mismo, es esencial en la obra original-, sobreactuando, sin sobriedad de gestos. Tiene Francesc Orella un dominio de la voz y su proyección: llena con ella el teatro cuando la necesita. Pero no tiene la prosodia castellana que se necesita para decir lo que está escrito en este idioma y acentúa o acude a agudos sobre sílabas que no son así. Supongo que en valenciano la traducción de Sirera y la voz de Orella estarán mucho mejor. Quizá lo que señalo como error, la discordancia entre decorado y voz y vestuario, haya sido deseado así: me hace raro.

Mas allá de todo esto está el texto que se dice, la manera de conservar las ideas y la filosofía -sobre todo, a partir de la mitad de la obra- y de hacerlas llegar al público. Estuve en el estreno de invitados y, partir de un estentóreo "bravo" femenino que cortó la última respiración sonora del actor, hubo ovaciones y gritos de entusiasmo. Redoblaron cuando Orella leyó un breve manifiesto contra la guerra, después de haberse colocado el cartel clásico rojo y negro. Es ya costumbre en casi todos los teatros, con excepción de algunos institucionales.

Francesc Orella, en una escena de La caída, de Albert Camus.
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