Crónica:LA CRÓNICA

La vuelta al mundo en catorce meses

El 6 de diciembre de 2001, el barcelonés Josep Maria Romero se embarcó en un carguero en el puerto de Barcelona con destino a Bahía (Brasil). Lo hizo dispuesto a cumplir su sueño de dar la vuelta al mundo sin coger ningún avión y sin límite de tiempo. Como el Phileas Fogg de Julio Verne, pero sin prisas ni apuestas de por medio. Lo único que buscaba Romero, que ahora tiene 47 años, era sentir de nuevo el aliento de los viajes de antes, el sentimiento de libertad que experimentó a los 18 años, cuando los vientos hippies le llevaron a un mágico viaje por Asia. Consciente de que los avione...

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El 6 de diciembre de 2001, el barcelonés Josep Maria Romero se embarcó en un carguero en el puerto de Barcelona con destino a Bahía (Brasil). Lo hizo dispuesto a cumplir su sueño de dar la vuelta al mundo sin coger ningún avión y sin límite de tiempo. Como el Phileas Fogg de Julio Verne, pero sin prisas ni apuestas de por medio. Lo único que buscaba Romero, que ahora tiene 47 años, era sentir de nuevo el aliento de los viajes de antes, el sentimiento de libertad que experimentó a los 18 años, cuando los vientos hippies le llevaron a un mágico viaje por Asia. Consciente de que los aviones falsean el ritmo de los viajes y de que la prisa es mala consejera, Romero buscaba redescubrir la lentitud y conectar de nuevo con el espíritu del viaje en estado puro. Regresó a Barcelona hace tan sólo unos días, 14 meses después, con un brillo especial en la mirada que parece contener la luz de todos los países que ha visitado y de los distintos mares por los que ha navegado. Cuenta, con una sonrisa, como si él mismo se sorprendiera, que ahora no se acostumbra a estar en casa. Sale a la calle, deambula por la ciudad y entra en los cafés en busca de lo imprevisto, decidido a prolongar su condición de nómada, de eterno viajero. "Salí tan sólo con una bolsa de gimnasio, con el pasaporte y dinero", explica en un café de La Rambla. "No quería cargarme mucho, porque sé que para viajar hay que ir ligero de equipaje. He regresado con la misma bolsa. No he comprado nada en los países donde he estado, ya que lo que busco no es material. Tampoco he hecho fotos; tan sólo unas pocas con una cámara de usar y tirar. Lo que a mí me gusta es la sensación de estar de viaje. Con esto ya me doy por satisfecho". "Lo bueno de un viaje es dejar un buen margen para la improvisación", añade convencido. "Este ingrediente lo tuve desde el principio, ya que mi primera idea era empezar la vuelta al mundo por tierra en dirección a la India, pero la guerra de Afganistán alteró mis planes. Tuve que empezar yendo a Brasil por mar. Fue un agradable viaje de nueve días. De todos modos, tengo que admitir que no es fácil prescindir del avión en estos tiempos. He viajado en total en cinco cargueros y he encontrado en ellos muy pocos pasajeros, casi todos gente muy peculiar. Ahora bien, salir del puerto de Barcelona es una sensación única. Te alejas poco a poco de la ciudad y te da una perspectiva del viaje muy especial".

José María Romero buscaba redescubrir la lentitud del viaje y conectar con el sentido del mismo en estado puro

Cuando habla de su largo viaje, Romero parece no creérselo, como si todavía necesitara tiempo para asimilar las experiencias vividas. Empezó viajando por Brasil y la Guyana, donde permaneció tres semanas en la selva, y navegó por el Amazonas hasta Perú. En su empeño por seguir hacia los mares del sur, continuó hasta Panamá, donde descubrió que la burocracia es el gran enemigo del viajero. Un oficial de policía se empeñó en que su pasaporte estaba deteriorado y amenazó con encarcelarlo. "Panamá es un no país", señala, "donde reina una corrupción increíble".

Una vez resuelto el problema, se embarcó en un carguero francés con destino a Tahití. "Aquello estuvo bien", recuerda. "Fueron 10 días de navegación a la francesa, con vino, baguette y queso en cada comida".

Tras unas semanas navegando de isla en isla por la Polinesia, Romero se embarcó hacia Nueva Zelanda y, días más tarde, hacia Australia. Allí volvió a chocar con la temible burocracia. "Tenía que renovar mi pasaporte para continuar el viaje, pero en el consulado me dijeron que ellos sólo podían hacérmelo por tres meses", cuenta. "Les dije que pensaba viajar a China y que allí te piden un pasaporte con una periodicidad mínima de seis, pero no había manera. Me decían: "Si lo quiere para más de tres meses, tiene que ir a Madrid". Al final pude solucionarlo, pero no fue nada fácil". Romero zarpó de Darwin, en el norte de Australia, en un velero que le llevó durante tres semanas por las islas de la zona hasta Bangkok. "Tenía que hacer dos guardias de ocho horas cada día, pero estuvo bien", reconoce. "Contemplé 21 puestas de sol y 21 auroras, estuve en Bali tres semanas antes del atentado y al final fui a Bangkok, donde me quedé en casa de unos amigos. De vez en cuando va bien parar y hacer vida urbana. Lo hice en Lima, donde estuve 25 días, en Bangkok y en otros sitios".

En su deseo por conectar con el viaje en estado puro, Romero no ha utilizado guías de viaje (excepto en China, donde compró una de Lonely Planet de segunda mano) y no ha pretendido ver monumentos de visita obligada. "El cuerpo no me lo pedía", se justifica. "Tenía ganas de pasear con las manos en los bolsillos". El sudeste asiático fue lo que más le tentó. "Estuve a punto de quedarme en Laos, que es un país que me encantó y que, sin embargo, está olvidado", comenta. "Sufrió una guerra terrible: un bombardeo cada ocho minutos durante nueve años. Estuve allí seis semanas y, al final, me fui a China, donde permanecí seis semanas hasta que cogí el transiberiano en dirección a Moscú. Desde allí regresé poco a poco hacia Barcelona".

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El regreso a casa de Josep Maria Romero fue lento, como si necesitara de una cámara de descompresión. En los últimos días parecía que se resistía a dar por finalizado el viaje. Se fue acercando poco a poco e hizo paradas en Lloret y en Granollers, sin ninguna prisa por llegar a casa. "Ha sido un buen viaje", concluye con una sonrisa. "En ningún momento he sentido la tentación de volver. Recuerdo que en mi primer viaje eran las pequeñas cosas de cada día, como leer un periódico o comer algo especial, lo que me provocaba nostalgia. Ahora, gracias a Internet, puedes leer cuando quieras el periódico y la globalización ha hecho que puedas comer distintos tipos de comida en cualquier lugar del mundo. No sé en cuántos países he estado, pero sé que he conocido a mucha gente interesante. El hecho de no tener prisa y de estar abierto a todo te hace ver la vida de otra manera. En los viajes se vive de un modo muy distinto. Lo difícil es volver".

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