Crítica:CRÍTICA | TEATRO

Memoria herida

Sobre el fondo de la todavía persistente guerra civil española aquí se teje la urdimbre de un drama familiar que tiene bastante de biográfico acerca de la vida de Fernando Arrabal y bastante más de consideración del devenir histórico como madrastra, acaso shakespeareana, de la experiencia humana, como estorbo de una vida que no habría sido entregada a la desdicha en circunstancias ajenas a la adversidad.

Una escenografía ejemplar, por su condensación espacial y por su enorme poder evocativo, acoge las palabras de Arrabal, siempre oscilantes entre los dictados de una poética un tanto err...

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Sobre el fondo de la todavía persistente guerra civil española aquí se teje la urdimbre de un drama familiar que tiene bastante de biográfico acerca de la vida de Fernando Arrabal y bastante más de consideración del devenir histórico como madrastra, acaso shakespeareana, de la experiencia humana, como estorbo de una vida que no habría sido entregada a la desdicha en circunstancias ajenas a la adversidad.

Una escenografía ejemplar, por su condensación espacial y por su enorme poder evocativo, acoge las palabras de Arrabal, siempre oscilantes entre los dictados de una poética un tanto errática y el sometimiento a una memoria que le es preciso ajustar en la proliferación de sus tremendos detalles documentados. Y arropa, con sus recursos de ceremonia, el trabajo de una actriz, María Jesús Valdés, que no deja de crecer.

Carta de amor

De Fernando Arrabal, por el Centro Dramático Nacional. Intérprete, María Jesús Valdés. Dirección, Juan Carlos Pérez de la Fuente. Sala Moratín. Valencia.

No es cosa de broma, porque no todo el mundo está en condiciones de interpretar hasta el agotamiento emocional un monólogo de esta clase, que menciona repetidamente el horror de la experiencia en la misma medida en que aspira a la catarsis del sentimiento histórico. Y aquí es donde María Jesús Valdés entiende hasta la extenuación el texto que predica, de manera que se aproxima o se aleja del espectador según una cadencia espacial de gran actriz que lo mismo recurre a los registros de voz que a su mirada o a la sugerencia de sus manos en movimiento para contar retazos de una historia interminable que ella sabe condensar con la frágil rotundidad de su presencia escénica en un hora de espectáculo donde ella, la gran actriz, es la sacerdotisa de la memoria y el instrumento sagrado de la veracidad del sentimiento. A menudo su mirada escénica resulta insoportable para el espectador, y que todo ello sea atroz es un motivo más para admirar este trabajo.

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