Crónica:CIENCIA FICCIÓN

Dragones, mazmorras y paracaídas

AÑO 2020. UNA IMPLACABLE HORDA de dragones ha sembrado el caos en el planeta Tierra y sumido en un estado de barbarie a una diezmada humanidad. Sólo un puñado de héroes, como el joven Quinn (Christian Bale), mantienen la esperanza de un futuro mejor, mientras combaten el poder hegemónico de los demonios alados desde sus refugios.

El dominio de la especie humana ha tocado a su fin. O por lo menos, ése es el futuro esbozado en la interesante producción cinematográfica El imperio del fuego (Reign of Fire, 2002), filme dirigido por Rob Bowman, a caballo entre una...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

AÑO 2020. UNA IMPLACABLE HORDA de dragones ha sembrado el caos en el planeta Tierra y sumido en un estado de barbarie a una diezmada humanidad. Sólo un puñado de héroes, como el joven Quinn (Christian Bale), mantienen la esperanza de un futuro mejor, mientras combaten el poder hegemónico de los demonios alados desde sus refugios.

El dominio de la especie humana ha tocado a su fin. O por lo menos, ése es el futuro esbozado en la interesante producción cinematográfica El imperio del fuego (Reign of Fire, 2002), filme dirigido por Rob Bowman, a caballo entre una monster movie y una película de aventuras medievales.

Por una vez, la acción de un filme fantástico made in Hollywood no transcurre por superpobladas urbes como Nueva York o Washington DC, ni por los sinuosos parajes del sur de Estados Unidos. En esta ocasión, le toca al turno a Londres, cuyo particular skyline sufre también un serio revés tras el paso de los agresivos dragones voladores (el clímax final, con el trasfondo de un decrépito Big Ben y unas Casas del Parlamento rebosantes de dragones, constituye uno de los momentos más logrados, visualmente, de la cinta en cuestión).

Sin embargo, por mucho que la acción transcurra en el viejo continente, la solución vendrá de la mano de un rudo y fornido militar americano, Van Zan (Matthew McConaughey), que hace volar la imaginación de Quinn y de su puñado de fieles protegidos, ante el majestuoso espectáculo de un helicóptero, el primer objeto volador de manufactura humana que surca los cielos en lustros...

Van Zan y su compañía han ideado un nuevo sistema para batallar a las hordas aladas: en esencia, tres temerarios humanos se lanzan a gran altitud desde un helicóptero; mientras el primero hace las veces de cebo y atrae al dragón, deseoso de carne fresca para su particular dieta alimenticia, los otros dos humanos intentan lanzar una red que derribe a su implacable enemigo. El truco consiste en ganar suficiente velocidad durante la caída (única posibilidad de hacer frente a las acometidas del dragón) y retardar al máximo el empleo del paracaídas.

En nuestro limitado universo de experiencias cotidianas, la caída de un objeto implica su posterior impacto con el suelo a una velocidad que depende de la altura inicial desde la que se deja a merced de la gravedad terrestre. Rudimentos de física básica muestran que la velocidad de impacto es proporcional a la raíz cuadrada de la altura inicial. ¿Hasta cuándo?

Cuando las velocidades en juego empiezan a ser significativas, entra en acción un nuevo elemento: las llamadas fuerzas de arrastre, proporcionales a la velocidad de desplazamiento, que dan cuenta de la fricción que todo cuerpo experimenta al desplazarse en el seno de un fluido. Por lo dicho anteriormente, estas fuerzas son poco significativas para velocidades modestas pero ganan notoriedad al aumentar éstas (basta con fijarse en la elevada fricción que experimenta una mano al asomar por la ventanilla de un vehículo que va por una autopista).

Las fuerzas de arrastre, opuestas a la gravedad en la caída de un cuerpo, tienden a reducir progresivamente el valor de la aceleración del móvil. Así, para cuerpos que caen desde una altura suficiente, las fuerzas de arrastre llegan a compensar completamente su peso. A partir de ese momento, dejan de estar sometidos a una aceleración neta y evolucionan a una velocidad constante denominada velocidad límite, que depende tanto de la masa del móvil como de su forma.

Un saltador dotado de paracaídas con apertura manual suele alcanzar velocidades límite del orden de los 200 km/h, de forma que al abrir el paracaídas, la fuerza de arrastre deviene superior a la fuerza que ejerce la gravedad. Así las cosas, el paracaidista experimenta una notoria aceleración hacia arriba (frenado), del orden de 10 a 30 gravedades terrestres durante un breve margen de tiempo, que tiene como efecto disminuir considerablemente la velocidad de descenso. Una vez abierto el paracaídas, se alcanza otra velocidad límite de unos 20 km/h, suficiente para que el saltador tome tierra sin excesivos problemas, sujeto a una aceleración de impacto de unas tres o cuatro gravedades terrestres. Quién iba a pensar que la física básica nos ayudaría a combatir monstruos gigantescos.

Archivado En