Columna

Diario

Un día, de pequeña, fui a la cama de mis padres, como solía hacer los domingos por la mañana, y me colé dentro. Ellos me hicieron un hueco entre los dos y continuaron durmiendo. Junto a la cama, del lado de mi padre, había una silla alta que a mí siempre me había dado miedo. Aunque ya era de día, la habitación estaba en penumbra porque los sábados bajaban la persiana antes de acostarse. Yo estaba despierta, muy despierta, y desde aquel estado de vigilia exagerado observaba las sombras del techo procurando sintonizar mi respiración con la de mis padres, para que todo fuera perfecto. Y era perfe...

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Un día, de pequeña, fui a la cama de mis padres, como solía hacer los domingos por la mañana, y me colé dentro. Ellos me hicieron un hueco entre los dos y continuaron durmiendo. Junto a la cama, del lado de mi padre, había una silla alta que a mí siempre me había dado miedo. Aunque ya era de día, la habitación estaba en penumbra porque los sábados bajaban la persiana antes de acostarse. Yo estaba despierta, muy despierta, y desde aquel estado de vigilia exagerado observaba las sombras del techo procurando sintonizar mi respiración con la de mis padres, para que todo fuera perfecto. Y era perfecto. A mi madre se le había deslizado sobre el brazo el tirante del camisón y yo intentaba imitar una caída igual en el del mío porque me gustaba la visión de su hombro.

Ha pasado mucho tiempo, pero no he olvidado la calidad de la penumbra, ni el olor de las sábanas, que más tarde reconocería con asombro en mi primera experiencia sexual. Pensé que aquella paz era excesiva, como la que precede al miedo. Entonces volví la cabeza hacia la silla alta colocada del lado de mi padre y vi a un hombre sentado en ella. Lo acepté con la naturalidad con la que en los sueños se aceptan las cosas más extravagantes, y aunque no podía verle los ojos, pues la silla se encontraba en un ángulo especialmente oscuro, supe que el hombre aquel no me prestaba ninguna atención. Estaba allí, simplemente, como un funcionario en su puesto de trabajo. Recuerdo haberme dicho una frase que puede parecer absurda: 'Es el hombre que hay en todos los dormitorios'.

En esto, mi padre se despertó como si hubiera presentido algo e incorporándose un poco preguntó: '¿Qué ocurre?'. 'Nada', dije yo. '¿Qué es lo que miras entonces?', insistió él. Le expliqué que había un hombre en la silla y encendió precipitadamente la luz para mostrarme que lo que lo que yo había tomado por un hombre no era más que un montón de ropa que en la oscuridad había adoptado la forma de un cuerpo humano. Pero lo hizo asustado, como si intentara ocultarme algo, y yo intuí que mi padre estaba íntimamente convencido de que en todos los dormitorios hay un hombre de más. Y es cierto, siempre hay un hombre de más, ahora lo sé.

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