Crítica:LOLA Y JOSÉ GRECO | FLAMENCO

El baile vuelve al tablao

Hubo un tiempo en que los tablaos madrileños convocaban habitualmente a lo mejor del flamenco, por no decir a todo el flamenco que tenía algún valor. Pero esto era, ¡ay!, a finales de los cincuenta, en los sesenta, incluso en los setenta. Después las cosas fueron cambiando, por razones en las que no puedo entrar ahora, y los tablaos se quedaron como reducto de visitas turísticas con una programación ad hoc, en la que sólo esporádicamente brillaba el gran arte.

La presentación en El Corral de la Morería de su nuevo espectáculo, con los hermanos Greco como protagonistas, nos ha pil...

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Hubo un tiempo en que los tablaos madrileños convocaban habitualmente a lo mejor del flamenco, por no decir a todo el flamenco que tenía algún valor. Pero esto era, ¡ay!, a finales de los cincuenta, en los sesenta, incluso en los setenta. Después las cosas fueron cambiando, por razones en las que no puedo entrar ahora, y los tablaos se quedaron como reducto de visitas turísticas con una programación ad hoc, en la que sólo esporádicamente brillaba el gran arte.

La presentación en El Corral de la Morería de su nuevo espectáculo, con los hermanos Greco como protagonistas, nos ha pillado de sorpresa. Una grata sorpresa. Aun reconociendo la dignidad que ha marcado normalmente el quehacer de este tablao -casi medio siglo de historia-, incluso en los últimos años con Blanca del Rey y su gran clase al frente, pareciera que ahora se plantea una nueva etapa en que grandes personalidades de lo jondo ocupen siempre el horario estrella del espectáculo de cada noche.

Y Lola Greco y José Greco encajan perfectamente en este propósito. Recientemente ha fallecido su padre, aquel José Greco italiano trasplantado a Nueva York, donde le descubrió La Argentinita para el baile español. Lola y José heredaron su prestancia en el escenario, su gran técnica, quizá su frialdad también.

Una frialdad relativa, puesto que Lola es un prodigio de sensibilidad que vibra en los momentos de mayor emoción de su baile, aunque ella misma desearía quizá frenarse en aras de una estética sin sobresaltos. Bailarina también, y quizá en primer término, pero bailaora que asume perfectamente los recursos de lo jondo sin caer en el desgarro o el temperamento abusivo. Bailó en solitario unas hermosas siguiriyas, con palillos que pusieron un bello contrapunto a su danza; su empleo es discutido por los ortodoxos a ultranza del flamenco, pero no es menos cierto que otras grandes bailaoras los emplearon, Pilar López por ejemplo, o sin ir más lejos la misma Blanca del Rey. En cualquier caso su baile me parece mucho más interesante que el de su hermano, a quien veo demasiado proclive a saltos, rodillazos y esa peligrosa técnica del más difícil todavía.

El espectáculo cuenta con la inusitada presencia de un intérprete de poesía -sendos poemas de Hernández y García Lorca-, Javier Espada, quien tiene el buen gusto de no caer en aquellos horrores versificados que tanto gustaban a Pinto, Marchena y otros colegas de la ópera flamenca.

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