RICARDO | GUARDAMETA DEL VALLADOLID

Richy, el loco

No se sabe muy bien si la fama le cayó cuando con 17 años probaba su escopeta de perdigones contra las persianas del piso de enfrente o si se la ganó ya de futbolista, cuando los ataques de los equipos rivales le sorprendían en demasiadas ocasiones charlando animadamente con sus colegas de la grada. El caso es que junto a Ricardo, junto a Richy, de 29 años, siempre ha viajado el apellido de loco. Un portero de unas condiciones descomunales -agilidad, reflejos, el mano a mano de mayor sangre fría de la Liga, buen manejo de pies...-, un tipo entrañable y carismático -pese a la condición de inamo...

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No se sabe muy bien si la fama le cayó cuando con 17 años probaba su escopeta de perdigones contra las persianas del piso de enfrente o si se la ganó ya de futbolista, cuando los ataques de los equipos rivales le sorprendían en demasiadas ocasiones charlando animadamente con sus colegas de la grada. El caso es que junto a Ricardo, junto a Richy, de 29 años, siempre ha viajado el apellido de loco. Un portero de unas condiciones descomunales -agilidad, reflejos, el mano a mano de mayor sangre fría de la Liga, buen manejo de pies...-, un tipo entrañable y carismático -pese a la condición de inamovible suplente que ha marcado su carrera, siempre ha tenido un peso enorme en el vestuario, tanto en el Atlético como en el Valladolid-, pero una cabra loca al fin y al cabo, un cachondo patológico, un portero con una facilidad brutal para perder la concentración.

Este año anda más centrado, más cuerdo, sin duda ayudado por el equilibrio que aporta la titularidad continuada que hasta este año se le había negado: unas veces porque compaginaba estiradas portentosas con cantadas de las que no se perdonan, y en la mayoría de los casos, porque pese a su progresión como juvenil, ningún entrenador le tuvo en cuenta. No, desde luego, Radomir Antic, que aunque jugaba al ajedrez con el guardameta, también le pasó por su particular sala de torturas: quiso someterle a una sesión de tiros de seguidores la mañana antes de un partido para el que estaba convocado y le arrancó de su primera titularidad -un partido de Copa ante el Compostela- por el simple hecho de que la plantilla lo celebró con cánticos festivos en el autobús durante el viaje a Santiago.

Llegó un punto en que Ricardo asumió tanto su rol secundario, que, sin descuidarse en los entrenamientos, se negó a desatender sus otras aficiones y descargar sobre ellas su incorregible espíritu competitivo: la pintura, los puzzles, las maquetas y, sobre todo y en los veranos, los deportes de riesgo -más de una vez llegó a las pretemporadas inventándose coartadas poco convincentes para justificar los raspones que traía en las piernas por culpa de alguna actividad -las motos, el submarinismo...- incompatible con el fútbol profesional. Richy no pierde el tiempo: en Valladolid, por ejemplo, ya que el técnico Ferraro, tras un roce con él, le dejó fuera de la convocatoria durante varios partidos, lo aprovechó para ganar dos torneos de golf para aficionados.

De familia y amigos para toda la vida, Richy fue un chico de barrio que aprendió a parar en el mismo descampado de Campamento (Madrid) en el que los Ketama comenzaron a tocar el cajón. El Atlético le asignó un sueldo ya en categorías inferiores, una excepción a la que muy pocos se podían acoger, para que pudiera aportar algo en casa. De padres separados, segundo de cinco hermanos, lo primero que hizo Ricardo nada más firmar su primer contrato profesional fue comprarle un piso a su madre, que trabajaba como señora de la limpieza en la residencia de jugadores del Atlético. Ayer la hizo feliz: Camacho ha convocado a su hijo.

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