Columna

Historia

Si lo he entendido bien, los antiglobales no están contra la globalización: están contra el hecho de que los beneficiarios de la globalización vayan a ser los mismos de siempre, cosa que, según enseña la historia, es casi tan inevitable como la propia globalización, a menos que muchos nos decidamos a arrimar el hombro. Así que los antiglobales no son más que un nuevo avatar de la izquierda, y si no se acogen a los partidos tradicionales de izquierda es, verosímilmente, porque éstos despiden un cierto olor a chotuno. Todo esto está muy bien, pero tengo la impresión de que, si de verdad quieren ...

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Si lo he entendido bien, los antiglobales no están contra la globalización: están contra el hecho de que los beneficiarios de la globalización vayan a ser los mismos de siempre, cosa que, según enseña la historia, es casi tan inevitable como la propia globalización, a menos que muchos nos decidamos a arrimar el hombro. Así que los antiglobales no son más que un nuevo avatar de la izquierda, y si no se acogen a los partidos tradicionales de izquierda es, verosímilmente, porque éstos despiden un cierto olor a chotuno. Todo esto está muy bien, pero tengo la impresión de que, si de verdad quieren que la gente arrime el hombro, deberían empezar por arrumbar algunas cosas que repelen al ciudadano sensato que paga sus impuestos y todavía no ha contraído esa enfermedad del fariseísmo progre, que consiste en ponerse de parte del primer pollo que sale a la calle detrás de una pancarta. No se trata de pedir que los antiglobales unifiquen el caos de sus propuestas (quizá un movimiento así no puede ser, de momento, otra cosa que un guirigay), pero tampoco estaría mal que fueran pensando en poner un poco de orden, más que nada para que el ciudadano sepa a qué atenerse. Parece indispensable, en cambio, acabar de raíz con la enmienda a la totalidad del sistema, tan satisfactoria para la vanidad de quien la esgrime como peligrosa para el resto, y no sólo porque la historia enseñe que todo ensayo de palingenesia (el fascismo, digamos) necesita como partera a la violencia, sino también porque negarlo todo en abstracto no es un argumento, sino un exabrupto, y equivale casi siempre a no cuestionar nada en concreto y a esquivar airosamente el laberinto de matices, claroscuros y componendas en que, por fortuna, consiste lo real. Algunos también deseamos con fervor que los antiglobales hallen líderes menos reaccionarios o impresentables que el pintoresco José Bové o el confusísimo John Zerzan, y desde luego que sus portavoces pierdan ese tufo de planta trepadora que a veces los envuelve, como si ya estuvieran preparándose para, dentro de 20 años y con idéntica cara, justificar cargas policiales contra los nuevos rebeldes. En fin. Todo esto en el caso de que quieran que la gente arrime el hombro; si se trata de otra cosa -nada que objetar: la historia es lo que es-, retiro lo escrito.

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