'Réquiem' donostiarra en el Año Verdi

Ernest Martínez-Izquierdo dirigió con aplomo la pieza del compositor italiano

El Réquiem de Verdi, la menos resignada de las Misas de difuntos, el Réquiem de un agnóstico que tiene miedo, que necesita urgentemente explicaciones y que a veces no puede reprimir un grito de horror ante el vértigo del vacío, el Réquiem, en cualquier caso, de un hombre que sabía mucha música y sabía explicar sobre el pentagrama las emociones de los humanos, sirvió al Festival de Peralada para honrar la memoria de Verdi en el año en que se celebra el centenario de la muerte del compositor.

Para hacer un buen Réquiem de Verdi, además del muerto, aporta...

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El Réquiem de Verdi, la menos resignada de las Misas de difuntos, el Réquiem de un agnóstico que tiene miedo, que necesita urgentemente explicaciones y que a veces no puede reprimir un grito de horror ante el vértigo del vacío, el Réquiem, en cualquier caso, de un hombre que sabía mucha música y sabía explicar sobre el pentagrama las emociones de los humanos, sirvió al Festival de Peralada para honrar la memoria de Verdi en el año en que se celebra el centenario de la muerte del compositor.

Para hacer un buen Réquiem de Verdi, además del muerto, aportado en este caso, generosamente, por el propio compositor, se necesita un cuarteto de solistas vocales que no se arrugue, una orquesta con ganas y, muy especialmente, un coro poderoso, un coro nutrido y de gran cilindrada que pueda llegar a atronar sin romperse en las apariciones recurrentes del Dies Irae, pero que también sepa adelgazar el sonido y ser extremadamente transparente en el Réquiem aeternam inicial, un coro del tipo Orfeón Donostiarra, sin ir más lejos.

Ernest Martínez-Izquierdo, el director, no parecía tenerlas todas consigo. Delante tenía una orquesta, la de la Ópera Nacional de Sofía, lo suficientemente buena como para que no le hicieran un desaguisado en el escenario y lo suficientemente apático-funcionarial como para no esperar un milagro de ella. En los flancos tenía un cuarteto de solistas vocales que no se sabía hasta dónde podían llegar sin pelearse, y delante un muro de sonido, el mismísimo Orfeón Donostiarra dispuesto a demostrar en su embajada en Cataluña, el Festival de Peralada, por qué Claudio Abbado lo escogió, entre otras posibilidades, para conmemorar, precisamente con el Réquiem, el Año Verdi en enero pasado en Berlín.No es fácil para un director negociar con un coro tan suyo como el Orfeón Donostiarra y que ha preparado recientemente esa misma obra con un mito de la dirección. Martínez-Izquierdo sabía que con esos mimbres, y al aire libre, no iba a poder lograr una versión histórica de la pieza, pero también sabía que tenía la posibilidad de demostrar que era un auténtico capitán, que era capaz de llevar aquel inmenso buque de tripulación variopinta a buen puerto a pesar de navegar por aguas agitadas.

Prudentemente, el director no forzó la máquina ni en la dinámica, ni en los tempi, ni buscando sofisticaciones o novedades expresivas, fue a buscar una versión 'clásica' de la pieza sólidamente fundamentada en la tradición interpretativa de la obra, una versión sin sobresaltos pero que no resultara encogida o apocada. En el Réquiem de Verdi se mojan todos, y el que se arruga hace el ridículo. Nadie lo hizo.

En el Kyrie aún hubo una cierta confusión entre los solistas, se notaba que no estaban acostumbrados los unos a los otros y aún había tantos encuentros como desencuentros, se exploraban, se medían, se tanteaban. Pronto se vio que el que estaba más dispuesto a arriesgar era el tenor Josep Bros. Su principal intervención, el célebre Ingemisco, es una pieza envenenada que circula por un camino tenoril muy estrecho entre lo puramente lírico y lo spinto. Bros ha madurado mucho y muy rápidamente en las últimas temporadas. Aplomado, seguro, con una emisión intachable y una proyección vocal poderosa, acreditó que es uno de los tenores a tener en cuenta para programar un Réquiem de Verdi.

Georgina Lukács, la soprano, y Gloria Scalchi, la mezzo, arriesgaban menos. Ellas con cumplir, pasaban, pero fueron más allá y ofrecieron actuaciones entregadas y más que suficientes. Giorgio Surian, el bajo, quedó algo corto e inseguro al principio, pero enmendó y acabó resultando satisfactorio. El Orfeón Donostiarra iba de dominador, tenía una cierta tendencia a largar todo el trapo cada vez que encontraba un forte, pero es un intérprete muy experimentado que sabe que donde hay capitán no manda marinero y se sometió, no sin refunfuñar, a los mandatos de Martínez-Izquierdo.

Navegaba el Réquiem con buen viento, pero una vez más no llegó bien al final. El Réquiem de Verdi jamás llega bien al final, llega el Libera me y siempre hay ahí algo que rechina. El problema no está ni en la orquesta, ni en el coro, ni en el director; está en que, en el fondo, el autor no cree en el libretista.

El Orfeón Donostiarra, en el Festival de Peralada.EFE
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