Un rompedor Salif Keita interpreta sus nuevos temas en La Mar de Músicas

Malí es el país que centra la séptima edición del Festival La Mar de Músicas. Nadie mejor que Salif Keita podía llevar el peso de su arranque. Rompedor y atrevido, como siempre, Keita planteó su actuación del sábado de una manera inédita e insospechada en él. Ante cerca de 3.000 espectadores, escogió un repertorio desconocido en sus tres cuartas partes, que formará el grueso de su próximo disco, aún sin grabar.

Si siempre ha coqueteado con las estructuras del rock -sin dejar de mirar en su tradición- y los instrumentos eléctricos, esta vez Keita prefirió la acústica evocadora de los pr...

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Malí es el país que centra la séptima edición del Festival La Mar de Músicas. Nadie mejor que Salif Keita podía llevar el peso de su arranque. Rompedor y atrevido, como siempre, Keita planteó su actuación del sábado de una manera inédita e insospechada en él. Ante cerca de 3.000 espectadores, escogió un repertorio desconocido en sus tres cuartas partes, que formará el grueso de su próximo disco, aún sin grabar.

Si siempre ha coqueteado con las estructuras del rock -sin dejar de mirar en su tradición- y los instrumentos eléctricos, esta vez Keita prefirió la acústica evocadora de los propios de su cultura: el ngoni, esa especie de laúd chiquito que derivó luego en el banjo de los esclavos en Norteamérica; el kamalengoni o arpa de los jóvenes (kamale igual joven) que hurtaron a los cazadores; el bolon, el inquietante bajo que arengaba a la batalla de los antiguos guerreros; el djembe, el tambor de los herreros; el fle, esa enorme media calabaza que percutió en los habitantes de la parte sahariana del norte de Malí, o el tamami, o talkin' drum (tambor hablador).

De origen noble, descendiente directo del fundador del imperio mandé (Sunjata Keita, siglo XIII), Keita tuvo que enfrentarse a numerosos prejuicios dentro de su propia cultura. Entre la aristocracia nunca estuvo bien visto dedicarse a la música, que era -y es- tarea de griots, esos juglares del pueblo que perpetúan la tradición oral contando la historia de la nobleza. Así que se enfrentó a los dos mundos (nobles-griots) creando una música nueva.

De toda su lucha vital, sale este enorme músico que en Cartagena se confabuló con la luna albina y llena, de la que parece hijo. A su luz invitó a subir al público a bailar con él sobre el escenario, como hacen los jóvenes de su país. En las pequeñas aldeas de Malí, donde no hay electricidad, los jóvenes salen a bailar en esas noches que la luna llena hace transparentes. Están condenados y condenadas a casarse con quienes sus padres han elegido, pero esa noche todo vale. Salif Keita canta al amor de un instante, de una noche. En su concierto se mezcla la alegría de un momento con la tristeza de una historia feliz sin final feliz. La alegría y la pena de los amores imposibles.

El domingo actúó Djivan Gasparyan, reconocido por su trabajo en la banda sonora de Gladiator, de la que esbozó unos pasajes. Es un virtuoso del duduk (especie de oboe de sobrecogedora dulzura), con el que puso sosiego en el exquisito marco de las ruinas de la antigua catedral de Cartagena.

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