Crítica:CANCIÓN

El lector de periódicos

Revisen sus prejuicios: el Pedro Guerra de 2001 es toda una revelación, un showman con sustancia, muy alejado de sus inicios como frágil susurrador. Se mueve cómodamente por el escenario y está seguro de sus poderes; incluso se permite soltar rápido Contamíname, su proclama más universal, sin que el recital pierda fuelle. Combina su cancionero atlántico con la lectura de un periódico particular en el que ha pegado noticias que le han llamado la atención durante los últimos meses. Así nos encontramos con un certero monologuista capaz de alcanzar una complicidad tremenda con su aud...

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Revisen sus prejuicios: el Pedro Guerra de 2001 es toda una revelación, un showman con sustancia, muy alejado de sus inicios como frágil susurrador. Se mueve cómodamente por el escenario y está seguro de sus poderes; incluso se permite soltar rápido Contamíname, su proclama más universal, sin que el recital pierda fuelle. Combina su cancionero atlántico con la lectura de un periódico particular en el que ha pegado noticias que le han llamado la atención durante los últimos meses. Así nos encontramos con un certero monologuista capaz de alcanzar una complicidad tremenda con su auditorio. Parapetado tras el atril, nadie se libra de su humor falsamente inocente: impagable el momento en que nos informa, 'por si no se han enterado', de que 'una tal Madonna' ha actuado en España.

Haciendo referencia a su disco más reciente, el colorista Ofrenda, Guerra se presenta descalzo entre dos pequeños altares. Partiendo de Las gafas de Lennon, cantada a pelo, estructura su concierto en bloques bien diferenciados: al principio y al final, toca su eficaz grupo eléctrico, que también se desenchufa formando un semicírculo a su alrededor y luego deja solo a Pedro. Con el único apoyo de su guitarra, el cantautor realiza prodigios con El marido de la peluquera o Deseo, aparte de convertir El reencuentro de Viola y el Barón en un delirio donde entran Italo Calvino, los hábitos nocturnos de lectura, la triste existencia de los caracoles o el sexo en los árboles.

Con naturalidad, Guerra sitúa las veintitantas canciones de su repertorio del año 2001 espolvoreando anécdotas o informaciones periodísticas. Hay momentos en los que cae en los sermones políticamente correctos, pero todo se lo permite un público entregado. Lástima que el ámbito de un teatro haga que sólo se baile al final. Son las servidumbres del oficio cantautoril, que también impide que los músicos se desmelenen, a pesar de que algunas canciones parecen querer despegar.

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